miércoles, 18 de octubre de 2006

Bus Story


"Yo no te pedí nunca que vinieras.
Desabrochaste tú misma el vestido
y corrió tu sonrisa hacia mis labios"

Del poema East Broadway,
de J.M.Fonollosa
"Ciudad del hombre: New York"


Una mujer joven toma todos los días temprano el mismo autobús en la primera parada. Se sienta en el mismo asiento. Es la viajera solitaria con la que el conductor compensa o paga su buen ánimo o su mal humor, según el amanecer que haya tenido. Y ella concede o se aísla, tal sea el recibimiento. En la siguiente parada sube todos los días un hombre de edad superior. Se acomoda siempre enfrente o próximo a ella. Es un hombre asténico, no excesivamente alto, tiene los cabellos largos y morenos, los rasgos de su rostro no revelan ninguna procedencia lejana, va vestido adecuadamente pero sin ninguna elegancia excesiva y resulta en conjunto atractivo. Varias paradas después baja, antes de que ella lo haga en la suya. Nunca la mira. Sus ojos están pendientes del periódico, a veces echa un vistazo ocasional a los pasajeros que van entrando o se deja reclamar por el paisaje desde la ventanilla. Nunca coinciden sus miradas. Da la impresión de que él siempre se las ingenia para regatearla con acierto. O de que tiene otros ojos, extraviados en no se sabe bien qué dimensión. Queda siempre la posibilidad de que sea un hombre abstraído, reconcentrado, extraordinariamente miope incluso. Ella no le da importancia al principio; será un despistado, se dice. O uno de esos que gusta de recabar la atención sobre sí mismo de forma altanera. Mejor le ignoro, se dice. Con el paso de los días, la sorpresa se torna en una curiosidad que le acucia más y más. No se resigna. A pesar de que el hombre se sitúa ordinariamente en un radio de proximidad a ella, permanece hierático. A ella esta excesiva actitud de prudencia la molesta. La hiere. Sabe que no debe esperar nada de un desconocido. Pero siempre han accedido con facilidad los hombres más ignotos a ella y ella ha sabido estar. Ahora la mujer joven se siente mermada, incluso percibe cierto complejo por lo que considera un desprecio. No puede comprender que no se dirija a ella. Que no la envíe siquiera un mensaje gestual, una pista. Esto me tiene que pasar a mi, se dice. A ella, que es tan admirada en su ambiente, que hace quebrar las miradas y enmudece las conversaciones a su paso. Empieza a considerarlo un desafío. Un día, la mujer joven rompe su horario, olvida sus obligaciones, se baja tras el hombre de edad. Le sigue. Si no me mira, si no me habla, haré que por lo menos me vea desde otro ángulo, se dice. Camina detrás de él, llega incluso a situarse a su lado, pero el hombre acelera y un paso de peatones les divide. Le ha perdido. Se importuna. Lo que iba a ser un experimento puntual se repite. Al día siguiente, ella espera a que el hombre baje y perfile su dirección para ir tras él. Ella arriesga, se sitúa a su lado, se cruza, pero él no la advierte. Un tropel de gente los confunde y vuelven a extraviarse. Comienza a ser obsesivo para la mujer joven. Empieza a alterar sus hábitos, no llega diligente al trabajo, se descuida. Otro día más, la ansiedad la apura en el recorrido del autobús. Se advierte ruborosa, agitada. No se resiste a esperar la parada oportuna para levantarse. Está impaciente. Salta del asiento y se coloca tras él, junto a la puerta del autobús. Observa que no recibe aroma alguno de loción del hombre, ni siquiera de sudor, ni del gabán de él le llega una pizca de olor a naftalina. Hay algo que adivina, o cree que adivina, y se aprecia nerviosa y azuzada. Bajan, él aéreo, ella registrando sus pasos, sus movimientos, sus gestos. Ésta es la mía, se dice. Le
adelanta, se cruza, se gira casi en seco, atropelladamente, ante su figura. Él siente que va a chocar con alguien y la sortea de manera refleja, inadvertidamente. La vorágine de los madrugadores les oculta una vez más. Hay un plano de desesperación en la mujer joven que está haciendo mella en su estilo de comportarse, pero también en su esmero físico. Cuando durante una nueva jornada decide intentar el asalto en toda regla, se percata que le invade cierto desaliento. Se ve reflejada en la ventana, con un desaliño inhabitual, ojerosa, con expresión huidiza en la mirada. Suena el timbre de la parada acostumbrada. Lo que se ha convertido ya en un ritual exige la novedad. Ella está pensando en chistarle, en tocarle el hombro, en asirle del brazo y detenerle bruscamente. Puede simplemente pedirle disculpas, o preguntarle por una dirección, o fingir que se encuentra mal. Cualquier motivo que le induzca al hombre mayor que ella a preocuparse, a atenderla. Está indecisa, duda, se bloquea. De pronto se le ocurre. Cambiaré de táctica, se dice. Se la va a jugar, incluso se va a exponer a tener dificultades en el trabajo. Va a limitarse a seguirle, hasta donde él la conduzca. Hasta que el azar propicie la manera de hallarnos cara a cara y él no tenga más remedio que darse cuenta de que estoy ahí, se dice. Comienza a andar tras el hombre, crea una distancia prudencial, le controla atentamente. El trayecto empieza a ser dilatado. El tiempo, extensivo. Caen las horas, y la extraña procesión silenciosa y anónima atraviesa calles que ella no conoce, alamedas que le divierte descubrir, pero sobre las que no tiene disponibilidad de gozarlas. Tiene la sensación de salir de unos barrios que conoce y entrar en otros que no ha visto nunca. Y de nuevo a la inversa. Han pasado varias horas, y la mujer se palpa desasosegada, rendida, en zozobra. No es el caminar lo que la espanta, es más bien el no saber hacia dónde van sus pasos. Por un momento una luz la ilumina: soy ridícula, se dice. Pero es incapaz de romper la espiral de la inercia. Ha apostado demasiado y tiene que continuar hasta el final del enigma. Cuando cree que no hay salvación, que aquel peregrinaje puede tratarse tan solo de un sueño, reconoce la zona. Está anocheciendo y los neones y los escaparates le resultan familiares. El hombre y la mujer han llegado a la misma parada donde él acostumbra a tomar el autobús por las mañanas. La mujer se estremece. Un abatimiento caldea su cuerpo. Se indigna. Siente una cuchillada de rabia. Estoy loca, se dice. El hombre de cierta edad para el autobús. Se sube. La puerta se cierra. La mujer permanece rígida, debilitada, diluída. Mira al hombre, que se ha sentado junto a una ventana. Se echa a llorar coléricamente. Cuando arranca el vehículo, el hombre que se ha sentado junto a la ventanilla se gira y la contempla atónito. Ella no lo ve. Las lágrimas han acabado de precipitar la noche sobre su rostro.

"Y no he vuelto a encontrarte. Las aceras
se aprietan contra el muro, cuando ven
que yo voy por la calle sin ti, solo..."

(East Broadway, de J.M.Fonollosa, Ciudad del hombre: New York)

(Ilustraciones: el cuadro de tres personas y el de la la mujer de la rosa son del pintor expresionista alemán Otto Dix; el hombre del antifaz ha venido a pelo de la mano del estadounidense Michael Gibbs)

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