"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 4 de noviembre de 2008

Suelo



Hoy no te apetecía sentarte frente a la mesa, ni leer, ni escribir, ni hacer recados, ni repasar temas pendientes, ni hablar con nadie, ni ponerte a tareas domésticas, ni echarte a la cama a horas inusuales, no te apetecía estar de ninguna de esas maneras, preferías ser de otra forma, y entonces decides sentarte en el suelo, podrías haberte sentado sobre el parquet directamente, es una madera de roble amable, cálida, el tacto que perciben los pies es agradable, y como habías dado la calefacción sentías que subía por tu cuerpo una temperatura animosa, pero optaste por sentarte sobre la alfombra, apoyando tu espalda en un sofá sobre el que a veces te echas a dormir a horas también atípicas, pero sobre todo porque algo que gira entre las neuronas y tu estado de ánimo te pide desconectar, y entonces conjuras el malhumor o el desconcierto con un sueño pasajero, un sueño que no sueles proponerte pero que llega como ángel salvador, eso pasa algunos días, hoy has estado sentado un buen rato sobre la alfombra de rayas de colores que te recuerda a un cuadro de Malevich, te habías desprovisto de la ropa de calle, te habías descalzado, te sentías más cómodo con los pantalones de algodón que pegan más para el verano pero que, en casa y con ese clima te hacía sentirte más ligero, te desabrochaste la camisa blanca cuyo cuello por su parte interior empieza a ennegrecerse por efecto del roce, acariciaste los dedos de tus pies desnudos o tal vez los masajeabas, y permaneciste inclinado sobre tus pensamientos fugaces, de vez en cuando arqueabas tu cuerpo sujetando tus rodillas, las abrazabas, disponías tu postura a lo turco, había silencio en el piso y no quisiste siquiera interrumpirlo con la música de tus discos, echaste las manos hacia atrás, tomando la cabeza por la nuca, sujetándola, produciendo un vaivén que cimbreaba divertidamente tu torso, y de pronto te veías en un tiempo olvidado, en el piso de la vieja casa de la vuelta, donde nadie te hacía desistir de sentarte en los rincones, ni de estar tirado por la tarima, boca arriba, contemplando el cielo raso pintado de ámbar o de celeste azul, entonces necesitabas tocar el suelo continuamente, con todas las partes de tu cuerpo, sentirte vinculado al origen, los hombres eran demasiado altos para tu comprensión y lo que decían no te interesaba, ni siquiera te apetecía soportar las órdenes de tu padre, aunque disimularas y representaras tan bien la comedia de la sumisión y el acatamiento, que no resultaba, por otra parte, de gran esfuerzo puesto que el carácter severo de tu padre obraba como un mecanismo de contención de ti mismo, tú te refugiabas entonces en lo más palpable, lo más liso, lo más firme, cada tabla de la tarima con sus nudos y sus tonos de color alterados te parecían un mundo misterioso pero al cual comprendías, sobre el cual eras alguien, y aquella ductilidad del piso te perdía, no en vano tu aprendizaje del tacto estuvo entre los pechos de tu madre y el suelo bajo tus pies, bajo tus costillas, bajo tu columna, y hoy lo recordabas, aunque la alfombra fuera una interferencia o acaso una intermediaria, la fuerza del tejido requiere otro tacto desde tus palmas avariciosas, y así acabaste, jugando con las líneas rojas, azules, negras, amarillas, moradas, líneas paralelas, campos de roturación sobre los cuales tu vista se alargaba, ocupando el espacio de tu desgana

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