"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 30 de octubre de 2010

Matices que se tocan



Hoy me apetece tocar el amarillo. El amarillo es un color que no siempre he valorado como se merece. Que no había llegado a proporcionarme gozo. Incluso me había producido cierto rechazo. Tal vez porque me lo pintaron siempre con una nitidez falsa y de cartón piedra. Un color excesivamente brillante, abstraído del medio, casi irreal. Aunque si lo pienso dos veces acaso ocurra lo mismo con los demás colores. Sobre todo con los colores más intensos. Los colores no se deberían enseñar en los libros, sino aprender en la naturaleza o en general en el paisaje. Los colores no existen en estado puro, diferenciados nítida y categóricamente, sino como aproximación. Existen las tinturas y la química, con objeto de que las gráficas editen sus tiradas publicitarias y que las fachadas o las habitaciones de una casa adquieran una definición canónica. Se les llama colores pero no sé si son los colores. Cuando veo los colores en los cuadros de un museo me extasío como quien lo hace ante el milagro de un redescubrimiento. Como si se tratara de una invención o ante una realidad virtual. No niego que hay cuadros que saben dar paso a la luz de tal manera que transforman los objetos y las perspectivas. Entonces no parecen cuadros. Es en la percepción de lo exterior, en los espacios en que los colores se manifiestan dinámicos, inestables y mezclados, cuando percibo su carácter. Son auténticos porque se están haciendo permanentemente. El campo, el oleaje, las luces en las diferentes horas del día, los contrastes de soles y sombras entre callejuelas, la reverberación sobre los caseríos, las auroras y los ocasos, las mieses, las frutas, la piel de los animales. Los colores son impactos. Instantes mutables y mutantes. Sólo entiendo los colores si se transforman en sentidos. Si van más allá de la mirada. Si no se quedan en simples pigmentaciones oculares. Si se huelen, se tocan, se lamen, se escuchan. Siempre me ha resultado incomprensible la rigidez con que se nos ha ofrecido los colores. Por eso no encuentro emocionantes y tampoco cálidos ni los coches ni las vestimentas de los cardenales ni los uniformes militares ni las banderas. No me hacen sentir. En los membrillos me vengo de mi propia frustración con el amarillo. Aquí delante, sin cansarme de mirarlos.

viernes, 29 de octubre de 2010

Tiempo de matices


Hoy quiero que mi boca sienta la acidez exquisita de la fruta. Que mis dedos acaricien su terciopelo. Que mis labios se impregnen de la pelusa. Que mis ojos se deslumbren con el colorido. Que mi mente se recree en sus formas carnosas. Cada pieza encaja en mis manos y las agiganta. Detrás, los recuerdos me empujan a un balcón lejano. Vuelven voces y risas. Y los manteles blancos. Y la mujer apoyada en la barandilla. Vuelve su tiempo por un instante. Ya no.

martes, 26 de octubre de 2010

El rincón


Me he dejado caer en un rincón de la habitación. Tengo entre mis manos el papel del comunicado extraño que yo también he recibido, pero no me siento confuso. También tengo a mi lado un libro de poemas de Gherasim Luca. Una frase vieja aparece y ronda mi mente. Creo que, por fin, alguien me entiende, dice. ¿Por qué irrumpe ahora dentro de mí un eslogan ya olvidado y, sobre todo, hartamente superado? Esa coletilla tan púber se había extraviado del todo con el envejecimiento celular. Ya lo hizo hace mucho tiempo, justo cuando elegí vivir en territorios no cerrados. Cuando me convencí a mi mismo de que nadie tenía por qué entenderme. De que mis desentendimientos no debían trasladarse a otras personas. Algo así como esta actitud de ahora mismo de sentarme en un rincón. Ese anónimo y fantasioso comunicado, leído y releído hasta la saciedad. Ese libro del poeta rumano avistado también entre líneas, sobre ellas y a través de ellas, con el pensamiento y con la rabia, con la imaginación y con la sospecha, con la duda y con el delirio. Sorpresa, inquietud. Cuando algo me sorprende busco el suelo. Sentarme, tirarme a lo largo de mí. Una necesidad por sentirlo muy cerca y, si el maderamen está cálido, que frote mi desnudez. Para leer atento o pensar concentradamente es preciso un método. He aquí el mío. Primero, percibir el suelo, establecer un vínculo táctil con él. Segundo, sentir el respaldo de la pared, engancharme a ella. Pero no de cualquier parte de la pared. Del rincón. El rincón es la manera coloquial de definir el ángulo de una habitación. Es curioso. Apoyarse en un ángulo no es cómodo, pero tampoco un ejercicio que no se pueda salvar. Allá atrás, cuando el mundo circundante me parecía alto, profundo y muy lento, me gustaba sentarme en el suelo y buscaba la protección del ángulo de una estancia. Un ángulo siempre se me antojó una forma peculiar del espacio. Mucho más abierta que el lienzo de pared. Mucho más sinuoso que un techo. Mucho más protector que el piso. El ángulo del cuarto podía graduarse con la luz. Si quería leer, abría el cuarterón de la ventana. Si querían pensar y ofuscarme, me recogía en las tinieblas cómplices. Cuando me castigaban en clase enviándome a un rincón me estaban haciendo un favor inmenso. Ni la severidad del profesor ni las risas más o menos contenidas de los compañeros me distraían de otra perspectiva. Más bien me sentía aliviado y alejado de una atención incómoda que sólo mi silencio y una gradual ausencia procuraban con éxito. Llámese huída, llámese apartamiento, llámese autodefensa, el rincón era mi aliado. Nadie me podía oir pero yo hablaba, calmo y susurrante, con aquella línea impecable e ilimitada que parecía unir dos paredes, si bien en realidad las separaba. Las abría, las proyectaba. Y yo entraba por aquella fisura que se ahondaba infinitamente. Hasta desaparecer tras ella.


(De El Inventor del Amor me llama la atención mucha de su revuelta metralla, y de pronto surge ésta que me deja atónito:

La coexistencia del banquero y el poeta
ha dejado de ser contradictoria
y muy dudosa se me presenta
la idea de ponerse del lado del poeta

En este mundo de antinomias simultáneas
dominantes, tiránicas
que conservo en torno a mí

el poeta más iluminado
me parece una excrecencia
tan purulenta
como el banquero más codicioso)



(Montaje fotográfico de Jorge Molder)

viernes, 22 de octubre de 2010

Comunicado nº 1


Esta es una presentación oblicua. Nos sentimos extraños al dirigirnos a vosotros, pero teníamos necesidad de hacerlo. Hay un instante fugaz en nuestra evolución biológica que nos pedía comunicarnos. Pertenecemos a una especie que se ha ido engendrando lentamente y de manera desigual. Nuestra urdimbre difiere considerablemente de la humana, aunque comparta sustancias y materias del universo del que vosotros procedéis y en el que estáis integrados. Estáis arrinconados en un espacio reducido del universo, aunque vuestra percepción equívoca os haga pensar que sois el centro. El universo es muy amplio en extensión y muy rico en la calidad de la que está formado. Esta aseveración ya la intuís vosotros, pero no podéis alcanzar a participar de sus dimensiones. Poca gente sabe que vamos tomando cuerpo. Hasta ahora nadie nos había visto. Vosotros sois unos privilegiados al contemplarnos brevemente. No sabemos si llegaremos a cuajar en algo más elaborado o nos quedaremos para siempre en esta apariencia demediada. Ni si nuestro espacio estará entre los humanos o en otros mundos. Ni si nos expansionaremos o permaneceremos recónditos en algún territorio circunscrito por las leyes naturales. Hablamos con vuestro lenguaje para que nos comprendáis. Para nosotros vuestro lenguaje es una ficción, un truco, una inexactitud, en definitiva. No os fiéis de nuestro aspecto, que seguramente os recordarán facciones que vosotros reconoceréis fácilmente. Hoy nos mostramos así a vuestros ojos, pero mañana podemos camuflarnos entre otros animales o sobre las rocas o entre los pétalos de una flor. Es nuestra aproximación a otros medios y a otras vidas la que nos configura como formas provisionalmente semejantes a la de esas otras existencias. Las complejas leyes evolutivas nos han dotado de una capacidad de cambio y de adaptación superior a la vuestra. Pero no temáis. A cambio del nomadismo que constituye nuestra manera de ser y de vivir se nos ha concedido una propiedad que vosotros no poseéis. No somos una especie que compite. Ninguno de nosotros aspira siquiera a ser un ente completo. Tampoco perseguimos complementarnos unos con otros. No nos interesa la conformación integral de un cuerpo, como sucede en los individuos de vuestra especie. Vivís obsesionados con alcanzar una totalidad que primero es frágil, que se trocea más tarde y que acaba caduca. Nosotros tenemos clara nuestra individualidad y no nos atormentamos con esta suerte de imagen parcial, que tenemos bien asumida. De hecho, no nos interesa la imagen. No es el rostro lo que buscamos, ya que para nosotros la representación externa es efímera. Llevamos grabado en nuestra impronta íntima que no estamos para disputar entre nosotros ni enfrentarnos a otras especies. Al deciros esto podéis pensar que somos lo que llamaríais seres simbióticos. No es así, pero vuestras limitaciones no pueden haceros entender el sentido del que estamos formados. Esta formación a medias es la que nos otorga más posibilidades de compartir cualquier superficie y cualquier profundidad, cualquier textura y cualquier éter, cualquier materia y cualquier vacío.

miércoles, 20 de octubre de 2010

La improbable caída de los dioses



La otra tarde encontré estatuas caídas. Las rodeé con cautela. Observé sus facciones melladas. Había señales contundentes del deterioro. Marcas de que la caída se había producido desde una altura considerable. Pensé en qué representación habría estado ubicada tan alto como para dañarse de aquella manera al venirse abajo. Jugué a imaginar qué causas habrían motivado el desplome. Recorrí en sentido longitudinal aquellos volúmenes partidos en innumerables tramos. Me fijé con especial interés en las grandes lascas desprendidas tras el golpe mortal. Admiré el material que rodaba por los suelos, apenándome por aquella traición. Sospeché que el mármol se había sublevado contra los símbolos, a costa de pagar con el sacrificio de su propia textura. Algo debió ir mal entre la base que sostenía las grandes efigies y el volumen sólido y de apariencia permanente. No deseché la posibilidad de que la tierra se hubiera movido, tal vez de modo imperceptible pero determinante. Consideré la contingencia de que las aguas salinas hubieran desgastado la cimentación de la obra altiva. Si a ese riesgo se le había añadido el azote de feroces vientos huracanados, el margen de resistencia de las singulares esculturas sin duda habría quebrado. Cabía incluso la sospecha de que la estética de aquellos iconos se hubiera desgastado demasiado deprisa. Con la caída de una estética la materialización de una obra puede estar sentenciada. Y con ella su significado. Y con ella haber sido puesta en cuestión su influencia. Temía considerar que las imágenes que habían dominado desde lo alto de la colina más predominante pudieran haber sido dañadas expresamente por los seres domesticados que las rendían culto. No hubiera acertado a comprender que estos pudieran tener razones y menos acumularlas para vengarse de manera tan ingrata como caótica. Sin embargo, todo era posible. Me sentí turbado. Aquella tarde otoñal descubrí las estatuas yaciendo esparcidas por los prados. Palpé sus venas. No eran de este tiempo.

lunes, 18 de octubre de 2010

Sonámbula


Te has quedado traspuesta, sin retorno. Tu conciencia, huérfana. Tu cuerpo, ausente. Los dedos exploran sin fuerza la almohada de cuadros. ¿O señalan el camino de vuelta al paraíso? La sonrisa deambula entre tus facciones. Las cejas se dispersan, la mirada se concentra en el vacío. El carmín, titilando en la curva de tus labios, se pronuncia como un arco de deseo al disparar la última flecha. La cabeza se expande y remonta la horizontalidad de tu cuerpo. Los músculos se relajan tras la tensión del combate. Como la mirada, como el cabello descuidadamente aplastado. No hay ya trazos rígidos en tu rostro. La luz sale de ti. Eres toda luz. Y los rasgos de tu cara se van difuminando. Un pulso que se insinúa acaba fusionándolas y se disuelven a través de territorios sobre los que no preveías su transparencia. ¿Cuándo fue la última vez que te perdiste de esta manera? A tus oídos llega la recitación de unos mantras incesantes, emitidos tenuemente. Te han acompañado desde la madrugada, horas demoradas, horas agitadas, pero hasta este momento no los habías percibido. Dejas caer el otro brazo sobre el tatami, lo acaricias, se deja arañar por tus uñas, salpicadas aún por una raya de sangre. El tatami ahoga también unos pasos que se han separado de tu cuerpo. Tatami cómplice, tatami que amortigua susurros, tatami que absorbe confidencias. Respiras un olor áspero, flotante. A lo largo de tu cuerpo se desliza abundante el sudor, cálido aún. Hay brillos que saltan desde esa piel blanquecina, acusadamente pálida en la oscuridad quebrada por la luna, y se esparcen por la estancia. Brillos que siguen tras una sombra que se aleja. Una sombra que no mira para atrás y que atraviesa el perfil del alba. Pasos silenciosos, educados en una antigua prudencia observante. Pisadas ligeras, acostumbradas a los actos livianos. Una oleada de aire nuevo ocupa el hueco recién abandonado. Te eclipsas en la última convulsión. Permaneces absorta en el cielo raso de la habitación, pero no lo ves. No acaba de llegar el amanecer. Sólo se acercan a ti los cantos de los monjes que madrugan para observar sus disciplinas. Los muros del recinto vecino se hacen visibles en la noche aguda. Sientes una especie de consagración en tu fuga a través de aquel acompañamiento de estribillos perpetuos. Como un punto intermedio entre lo pagano y lo sacro, te concedes ofrenda y te impones sacerdotisa. La puerta corredera se ha quedado algo abierta. El himno de los grillos pierde fuerza. Te distiendes estremecida, una vez más. Olvidas el día pero eres aún cautiva de la noche.

jueves, 14 de octubre de 2010

Desposesiones


Dice Gaudama: Mis actos son mis únicas verdaderas pertenencias. No puedo escapar a las consecuencias de mis actos. Mis actos son el suelo en que me arraigo.


Pero también mis actos son mis desposesiones. Puesto que mis pasos mudan, puesto que mi cuerpo no permanece el mismo, puesto que las ideas que he creído mías se desprenden de mi conciencia, también me desproveo de aquello que es su efecto y que no puede permanecer. Ni siquiera la memoria, que parece dotarse de un cierto modo de inmanencia limitada, sigue fijada, inmóvil. La memoria deambula, se instala y se desaloja vertiginosa. Acaso no conserve tanta claridad como sospechamos, sino que más bien se desvirtúa y adquiere carta de ficción en el repertorio de nuestra mente a medida que envejecemos. La muerte libera al individuo de las consecuencias de cualquier tipo de actos, aunque estos graviten sobre otros seres. La cuestión no es si debo considerar mis actos como el suelo que me sujeta o como las huellas que prueban mi tránsito. Ese mero acontecimiento físico es grande pero se queda pequeño. La vida es expansión pero también límite. Sé que es el peso y la densidad de mis actos los que aseveran mi existencia y acaso los que la garantizan. Pero por más que insista en asegurarme y prolongarme a través de lo ejecutado, al final no sé si de mis actos habrán dependido la salvación o la condena de haber vivido. Del deterioro no se libra nadie. Y pretender adulterarlo con falsas ilusiones o exagerarlo antes de tiempo con el temor a lo ineluctable no suplen la suerte echada. Haber estado aquí ha concitado suficiente curiosidad y desigual entusiasmo como para aligerar los ataques de la angustia. No entiendo ni acepto ningún sistema de ficción o de enajenación que se me proponga para domeñar mis instintivos y, en ocasiones, salvajes deseos de vivir. Los actos que deponemos siempre son relativos y, leves o graves, en cualquier caso son irreductibles e irreparables. Sólo lo nuevo, si llega en edades avanzadas de la existencia, compensa cualquier complejo de insatisfacción y desacierto de nuestras conductas. Lo nuevo atrae porque toma el relevo de lo que ya no permanece. Lo nuevo tienta porque permite probar suerte y reintentar recorridos y acciones sin preparación previa. Lo nuevo es instinto y también resistencia. Acaso sea sombra de una nube, pero es también bagaje de nuestras pertenencias.



(Fotografía de Peters Andersen)

martes, 12 de octubre de 2010

Revolutus


Sientes la vida como tensión. Te debates entre lo magmático y los agentes externos que te acechan. Desde que abandonaste el pecho de tu madre, todo resultó siempre más agrio. Entonces llegó lo inesperado. El ensueño, la imaginación, lo recóndito. Extrañas zonas donde veías con luz propia, aunque el paisaje te fuera reservado solo para ti. Aunque no sirviera inmediatamente a lo que otros esperaban de ti. En definitiva, una reconversión a tus límites de lo posible. Conducir lo que se movía en tu entorno a un mundo donde te afectara menos. No fue fácil. Antes tuviste que decir sí muchas veces. Aunque no supieras por qué, simplemente porque te obligaban a decir sí. Porque era el precio de sentirte integrado, admitido, protegido. Pero sabes muy bien que nunca dijiste sí definitivamente. Cuanto más decías sí, cuanto más repetías lo que otros deseaban escuchar, menos te lo creías. Siempre había un cuarto pequeño que fuiste levantando en el solar de tu vida, y que creció. El corpus de pensamientos, creencias, pautas y reglas varias que se tejieron en torno tuyo te fueron siempre ajenos en el fondo. Entonces te parecían tuyos, porque de no haberlos aceptado hubieras sufrido más castigo. O porque no tenías otras referencias. Tenías que asegurarte que eras alguien en medio del ruido de los otros. Pero el yo no perdona. Tenías que despedazarlos. Y salir de ti. Salir de la ciudad cercada que prepararon otros para ti. Un aprisco, sin duda. Balaste muchas veces, rugiste las menos. Tenías que saltar. Ser otra especie dentro de ti. Largo camino. Y nada era premeditado ni analítico. Fue formidable. Descubrir en ti el valor de la intuición, la fuerza de las sensaciones, el riesgo de saltar sin saber dónde ibas a caer. Canalizar sendas resistentes, donde a veces corrías, a veces tanteabas, a veces tropezabas. Renacías sobre ti. Tus mundos concéntricos te proyectaban a la superficie, y entonces respirabas. Nada era liberador del todo, pero también creías en aquella manera de liberarte. Todo se hace sobre sí mismo. Todo se anda y se desanda. Caes y te elevas. Cuando crees sentirte en armonía, algo se tambalea. Cuando te parece que te desplomas, surge una encarnación de tu fuerza íntima y se expresa con pensamiento y voluntad. Van ligados, no se saben el uno sin el otro. Das un valor muy físico al pensamiento. No lo sacralizas. Desde que aprendiste a dudar como método no te es sagrado, mas sí vital. Es tu herramienta y tu objeto realizado. Son tus pies para subir la cuesta. Algo habrá detrás que merezca ser alcanzado. Y ahora lees un párrafo como el que sigue y sientes alivio. No eres el único. Josep Ramoneda dice en su interesantísimo y reciente libro Contra la indiferencia

El individuo capaz de pensar y decidir por sí mismo es el sujeto adulto que no acepta las ideas recibidas como verdades inexorables y que sabe perfectamente que compartir un prejuicio sólo puede ser una opción provisional y con conciencia de ello. Frente a la sociedad de los creyentes, de los que aceptan acríticamente los relatos que se les ofrece, la sociedad de los espíritus libres que discuten y construyen proyectos y que saben que la forma más persistente del mal es el abuso de poder.



(Fotografía de Bill Brandt)

domingo, 10 de octubre de 2010

Pregunta sin respuesta


¿Por qué no me abren de par en par? ¿Por qué no me reciben? ¿Por qué este modo velado de insinuarse conmigo? ¿Por qué esta reticencia en no dejar que les cubra? ¿Por qué dejarme frágil aquí arriba, si vengo de la inmensidad que les hará extensos? ¿Por qué esa insistencia en desconocerme? ¿Por qué ese error de abortar a esta preñada que les ofrece la vida? ¿No quieren que pare mis mejores hijos y se los entregue? ¿Por qué no me miran a la cara? ¿Por qué les doy miedo? ¿Les preocupa que les deslumbre? ¿No es más ceguera ese pozo en el que se mueven de una parte a otra sin saber llegar a ninguna? ¿Por qué dejar la estancia en las tinieblas de la confusión? ¿Por qué ese gusto malsano de andar tanteando sin comprobar lo que palpan? ¿No quieren saber lo que tocan, ver lo que aman y descubrir lo que importa? ¿Por qué insisten en ignorar lo que hay fuera y no han visto jamás? ¿Por qué prefieren el abismo? ¿Por qué se dan la espalda? ¿Por qué me dan la espalda? ¿Por qué dudan tanto si yo me entrego sin reservas? ¿Creen que están mejor acogidos ahí abajo? ¿Por quién? ¿Creen que sin mí pueden llegar a reconocerse unos a otros? ¿Lo han logrado alguna vez? ¿Creen que es suficiente con que me dejen asomar tibiamente a su oscuridad? ¿No les parece insuficiente? ¿Qué les espanta, qué les obnubila, qué les sujeta a su propia negación? ¿Qué voces son esas que claman por espantar mi humilde visita? ¿Creen que porque crezca el griterío me harán desaparecer? ¿Por qué temen los hombres la luz? La pregunta es antigua. La respuesta es urgente.



(Dedicado a quien ha tenido el día denso. Fotografía de http://joachimmalikverlag.blogspot.com/)

viernes, 8 de octubre de 2010

Insensatos


¿Será una gran burla todo lo que tiene lugar en nuestro entorno? ¿O seremos nosotros quienes deberíamos sacar la lengua al infausto mercado que pretende copar el cien por cien de nuestras vidas? Estamos llegando a un punto del sistema occidental, a ese american way of life extenso y aplicado a todos los países de su órbita, en que hagas lo que hagas, te sientes inseguro, incrédulo e insatisfecho. ¿Demasiados in? Qué va. Podríamos situar más. Infelices, incautos, insanos, insensatos, infames, incivilizados, incapaces, inauditos, inconsiderados, indecentes, incultos, indecisos, indeseables, indiferentes, indolentes, individualistas, injustos. Iba a decir imbéciles también, si no fuera porque aún doy crédito a la ortografía. Eso sí, todo tiene lugar bajo una apariencia de funcionamiento, consenso y orden disciplinado en los comportamientos. Y qué. Lo generalizado puede ser normal, pero también aberrante y obsceno. Nuestro mundo se está llenando de obscenidad. La obscenidad de aceptar un círculo vicioso que se consume a sí mismo. La renuncia al pensamiento, a la inteligencia medida, a las decisiones necesarias, al esfuerzo colectivo, al apoyo mutuo.

Todo se está reduciendo a un turbio vives si compras, eres si consumes, te reconocen si compites, tienes si te cargas de lo innecesario, sientes si admites lo indicado, piensas si otros piensan por ti. Jamás se llegó tan lejos. ¿No estaremos precipitándonos al vacío en esa cesión de nuestra primogenitura íntima? Unos se aferran de nuevo a religiones, otros a esoterismos (de la misma familia), quien más o quien menos a revelaciones virtuales, muchos al tubo catódico por donde transcurre un mundo que parece que es pero no es, algunos a sus ensoñaciones particulares. Atomizados todos y cada uno en esferas donde lo real y lo ficticio apenas se diferencian, atados al miedo a no arriesgar otras posibilidades, atrofiados por la presión de la imaginación y de la voluntad, ¿qué cabe esperar? Individuos clónicos, luego no individuos. Reproducciones de lo que creíamos ser pero no somos. Cada vez más, los hombres vivimos en los márgenes de la vida. Nos creemos el centro de ella, pero nos automarginamos. Cosificados por tanta actitud mercantil, vivimos para hipotecas, créditos, plazos fijos, acciones bursátiles, cesta de la compra. Y todo está siendo vertiginoso. Quisiera uno creer que no es inevitable.



(Fotografía de Isabel Gómez)

martes, 5 de octubre de 2010

La piña



De pronto, aquella piña. Abandonada a su suerte.

(No puede evitarlo. Una piña caída le enternece. Por cuán poco se afecta)

Una piña caída tiene a sus ojos mucho de orfandad. Pero en este caso de extinción. Extraviada del resto de las piñas. Ajada. Deplorablemente abierta. Inodora. Descolorida. Desprendida de su propia textura. Hay algo agónico en ella. De un tiempo que no se recupera. La traición de la temporalidad. También de choque con los elementos del entorno que la han cercado, derribado, avasallado. Una vez fue útero y por lo tanto hábitat de un fruto delicioso. Pero aquello quedó atrás. Ahora es una piña exclusivamente destinada a su consunción en la hoguera. Al final, nacer es terminar en fuego ajeno. Tal vez ni eso, y sólo se trata de una piña decrépita arrastrada por el viento entre los ásperos arenales de pinares. Consumirse por el camino. Perdida la esencia de permanecer firme en su constitución blindada, la piña se ha abandonado a su suerte. Ha hecho dejación de su propia fortaleza. Acontece un pingajo, un esqueleto. La materia es implacable. No entiende de milagros literarios. Sí de metamorfosis. Se transciende en una mano. La piña es una mano. Una mano que clama, que sujeta el viento, que enjuga las lágrimas de todos los hombres caídos. La piña, la mano, va encontrando entre dunas, pedregales y pantanos las huellas de todas las piñas, de todas la manos, que antes fueron cuerpos. La piña, la mano, un rostro, miles de gritos que nadie escucha. La nada no suena. El silencio gime pero nadie recoge sus suspiros.

domingo, 3 de octubre de 2010

Magma


En el sueño depositaba su mano
sobre el abdomen de fuego de la mujer.

Al despertar
la mano le ardía.

La deseó desde su vacío.




(Imagen fotográfica de Emil Schildt)