"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 29 de agosto de 2010

Una crisis (la de la bondad)


¿Dónde la bondad? Un fantasma que apenas sabemos ya de su curso. Una imagen casi olvidada. Un concepto que se ignora cada vez más. Un término que pocos reconocen. La bondad, esa gran ausente, en público y en privado.

El ejemplo. Voy a cruzar un paso cebra. Al otro lado una joven ciega con su bastoncillo espera una señal antes de decidirse a cruzar. Un taxi que viene sin ánimo de detenerse. No puedo evitar saltar al paso y detener en seco al taxi. Para in extremis (podía haberme atropellado) y su conductor, joven y aguerrido, pone una cara de fastidio que aterra. Alcanzo la otra acera, cojo del brazo a la chica y cruzamos. El taxista continúa con cara de molestarse. Al llegar al otro lado y separarme de la chica el profesional arranca y le oigo decir alguna expresión que me suena a improperio. Suerte que no llegué a escuchar bien lo que mascullaba sin pudor. Me hubiera incendiado.

Ésta es una anécdota simple. Sigo meditando sobre la carencia de bondad en las relaciones habituales. En la representación de compromiso de los humanos hay mucha apariencia y demasiada falsa bondad. Hay zalamería, compadreo, untuosidad, vano halago. Se trata de demostrar al otro un talante ficticio, una máscara, un remedo de la personalidad. Pero si la bondad sigue siendo una virtud no veo qué necesidad tiene de ser exhibida como un capotazo.

La bondad se practica poco. Su inoperancia se justifica con la excusa del estrés de vida, de las presiones a que estamos sometidos, de la competitividad como regla del juego. Todos nos sentimos agredidos por algo y por alguien, y no sabemos sino reaccionar con acritud, ya no con desinterés o despego, sino a la contra. Cultivamos la insensibilidad y la falta de delicadeza. ¿Qué fruto recogeremos, por lo tanto?

Hemos olvidado que la bondad es la virtud de dar algo a cambio de nada. De entregarnos sin que esperemos contrapartida. De facilitar la aproximación en lugar de la distancia. No es como el amor, que siempre exige a cambio. La bondad no conlleva la exigencia de una reciprocidad. Acaso por esa razón resulta una actitud ética menos reconocida. La bondad no es un alarde, es una expresión sincera y consecuente. Es un mensaje directo que llega del sujeto que la emite al sujeto a la que va destinada. No es exclusivista ni singular ni limitada. Quien la practica no hace distingos. Sin embargo, es su falta de ejercicio lo que provoca que se desvanezca en nuestras conductas. Lo que priva de una amalgama solidaria y positiva en las relaciones con los demás.

Se adivina con facilidad quién ejercita la bondad y quién sólo se muestra afable para satisfacción de su ego. El primero no teme errar en criterios o en abstención de opiniones. No le impulsa tanto la verdad como la intención. No busca tanto el reconocimiento como la necesidad de comunicar y establecer vínculos tolerantes con los otros. Partiendo de que el altruismo en sentido absoluto no existe ni se trata de ejercitar heroicidad alguna, la bondad es una clave discreta, humilde, pero con un efecto multiplicador al manifestarse. Quien practica la bondad desarma a las fieras, oxigena los ámbitos y devuelve la fe de unos hombres en otros.

En la novela Tworki (El manicomio) de Marek Bienczyk, Jurek el protagonista le dice a una compañera:

¿No te has planteado nunca qué poco sitio hay para la bondad en este mundo? Qué fenómeno tan raro es para la gente la persona. Una persona que tenga alma. Y el alma es cabeza y corazón. Sobre todo, Sonia, corazón. El corazón.


(Imagen de Max Ernst, Una semana de bondad o los siete pecados capitales)

viernes, 27 de agosto de 2010

El bucle (IV)


Los libros ocultan frecuentemente lo que no dicen las palabras que tienen grabadas. Esconden sentidos entre líneas. Hay incluso linealidades quebradas. También preservan papeles olvidados entre sus páginas. Si se analizaran esos pequeños billetes que yacen en los libros, ¿no habría que reescribir la historia al menos en parte? Naturalmente, no pienso en la historia con mayúsculas, ese abstracto e insuficiente intento por interpretar lo impreciso, sino en las pequeñas historias. Las historias caseras, familiares o individuales, cruzadas o vividas en solitario. Un día abres un libro de tamaño enorme, así solían ser los antiguos diccionarios de la lengua, y sin querer sobresale un papel con una caligrafía casi olvidada. Si reconoces la letra y te fijas en que la firmeza se mantiene, aun debilitados algunos trazos, algo se remueve dentro de ti. Y los personajes entran en acción y la parte desconocida de los personajes se tantea. Obviamente, no tienes evidencia de nada. Y en el papelito solamente hay palabras transcritas del viejo diccionario. Te inquieta que un texto se entresaque de entre los demás textos, incluso que se subraye. Pero te inquietas y te conmueves por lo que intuyes. Hay más revelación en lo sumergido que en lo evidente. Fugazmente repasas la agotadora enfermedad de ella y la limitada soportabilidad de él. Pensabas que la modernidad estaba en las manos de tu generación, y que ciertos conceptos eran la moda reservada para los de tu tiempo. Y de pronto descubres que no había nada que no se supiera. Y que el recurso a un vocablo y a una definición podía reconfortar o indicar un camino. Es así como recuerdas un aforismo de Canetti, de su Libro de los muertos: “La maldición de tener que morir debe ser transformada en una bendición: la de poder morir cuando vivir resulta insoportable”.

jueves, 26 de agosto de 2010

El bucle (III)



No, no estoy seguro de que me oyeran. El frío se ha apoderado de mi cuerpo. No estoy seguro de que si me escucharon entendieran nada de lo que quería decir. Probablemente imaginaron que hablaba y callaron porque nadie les iba a creer. Cuando se vive en un sueño la acción de un instante antes queda desvalorizada por el momento siguiente. Tampoco veo a esos hombres por ninguna parte. Y este cuarto de ahora no es el mismo. Aquí la temperatura es más baja. Los techos son elevados y de ellos cuelgan unas bombillas que están apagadas. Hay una ventana con rejas en la parte alta y la luz diagonal ilumina mis pies. Sigo desnudo y me gusta sentirme así, sin ropa que estorbe. Se expande un fuerte olor a ácido. De vez en cuando un ventilador de aspas grandes se pone en funcionamiento y reduce la fetidez del ambiente. Estoy sobre una mesa de piedra. Me veo sobre esta extraña camilla como si me hubieran colocado sobre un ara de los sacrificios. Estoy tranquilo y no me pregunto por qué estoy aquí y de esta manera Aún siento que mis labios supuran algo de sangre y su sabor salado me complace. No hay nadie más en esta sala. Oigo el goteo de un grifo en un rincón. Antes me ponía nervioso escuchar el ritmo pausado y continuo de un goteo, pero ahora no. Cuento incluso cada sonido. Es asombrosa la cadencia invariable que se produce entre gota y gota. Cuando estaba en el fondo del pozo la caída de las gotas me hundían más. En el túnel era diferente, porque no paraba y no tenía tiempo de advertir la monotonía de lo insignificante. Pero no te puedes fiar. En los sueños lo menor se vuelve importante, lo grandioso se empequeñece, lo descalificado adquiere carta de naturaleza noble y lo que parece tener un valor excelso se arrincona. En los sueños los personajes que más conoces suelen pasar inadvertidos y cualquier transeúnte puede erigirse en protagonista de una escena. Los quehaceres habituales suelen ignorarse y sin embargo te ves formando parte de una aventura extraordinaria y en situaciones desconocidas. Por eso no me impaciento en este instante desprovisto de tiempo. Podría decirse que no pienso demasiado, esto es, que no ejercito la facultad de racionalizar. Que recurro sólo a lo sabido y experimentado. La memoria sí que interviene. Pero inconexa y anárquica, lo que significa que no la controlo y que ella actúa por libre. La memoria es onírica la mayor parte de las veces. Creemos recordar lo vivido pero si tenemos que relatar ese recuerdo nos inventamos de buena fe una parte importante. Hacemos de traductores de nuestras propias vivencias, y al activar la memoria recreamos las imágenes que nos parecen que fueron. ¿Dónde, pues, la frontera entre las dos orillas? Me pregunto en qué orilla me encuentro ahora mismo. Oigo unas voces exteriores que se aproximan, pero no me inquietan. Ahora caigo que nunca había soñado que estaba dentro de una sala como ésta. Donde, de momento, no voy ni vengo de ninguna parte.



(Fotografía de Martin Stranka)

miércoles, 25 de agosto de 2010

El bucle (II)


Al echarle en falta, llamaron a la puerta de su habitación. Como no contestaba, la abrieron. Pronunciaron su nombre varias veces. Cada uno de los que entraron dijo su nombre, con mayor o menor énfasis, con firmeza o con suavidad. Al no tener respuesta, los intrusos atravesaron la oscuridad, sortearon el miasma que se expandía por el cuarto y levantaron la persiana. Volvieron a llamarle por su nombre. No conseguían que el yacente reaccionara y lo zarandearon. Temieron lo peor, mientras se miraban unos a otros sin saber muy bien qué hacer, entre la intriga y el susto. S. K., el inquilino del sótano, que tenía una intensa experiencia por lo que había visto en el frente de guerra, arriesgó la opinión de que no estaba muerto. Eso tranquilizó al resto, pero no resolvió la situación. Abrieron la ventana de par en par para que el aire disolviera los humores y en la esperanza de que sirviera para despertar al yacente. M., que había trabajado en un hospital, se acercó a la cabecera de la cama, puso la mano en la frente del hombre y tocó con sus dedos las sienes y el cuello. Está caliente, dijo a los demás. Y, aunque no tenía certeza, aseveró: no hay duda de que respira. Al moverle la cabeza advirtió unas manchas de sangre en la almohada. Se mezclaban con sudor, con el mismo chorreo que se deslizaba por la nuca del hombre. E., el más joven y asustadizo de los tres, propuso dar la vuelta al cuerpo. Al despojarle de la sábana vieron que se hallaba desnudo totalmente. Tenía contraídas las manos, y daba la impresión de que las uñas se clavaban en su propia carne. Los pies estaban tensos y en su planta aparecían unos arañazos entrecruzados y sangrantes. El hombre era extremadamente velludo y el sudor producía una especie de brillo a lo largo de su torso, que les recordaba a los tres las superficies escamosas de los peces que pescaban en el río cuando se les conserva en la alacena durante varios días. Nadie estaba seguro de que el hombre viviera. Ni siquiera de si se trataba de una catalepsia. Cuando M. decidió que lo mejor era llamar a un médico o a la autoridad de la provincia, y le fue a cubrir con la sábana de nuevo, escucharon una voz tenue. Oyeron decir al ser que se ocultaba tras aquella masa inerte: dejad que salte, no tengo nada que perder.



(Fotografía de Martin Stranka)

martes, 24 de agosto de 2010

El bucle


A veces sueño con túneles. No es que haya desalojado para siempre de mi imaginación onírica a los pozos. Pero ignoro por qué motivo mi mente ausente modifica a capricho lo vertical por lo horizontal. Últimamente sueño con un túnel construido por Moholy-Nagy. Un pasadizo que no es un mero cilindro, sino una superficie más sinuosa. Algo así como una espiral en la que progreso y retrocedo constantemente. Sueño que persigo la luz, como en el túnel o como en el pozo, y que la veo en algún lugar, no sé si al final o en el origen. La misión imprescindible de quien penetra en un túnel es alcanzar la luz, es decir, conseguir la salida. Como la del preso es fugarse, dicen. Y la de quien está en el fondo del pozo es no sólo percibir ese punto de luz sino alcanzar la altura y, por consiguiente, también lograr la salida. Tanto utilizar símbolos, símiles y metáforas, uno vive más entre imágenes recreadas que entre realidades llanas. El túnel con el que sueño ahora, que ya digo que es una espiral que a veces parece un no-do, ese tirabuzón donde no sé si voy o vengo, tiene una particularidad. Es metálico, y mis pasos resuenan y a veces me despiertan, y mi roce rechina y a veces me da grima y me despierta, y es resbaladizo, y cuando caigo mi boca se golpea en la hojalata y me parece acre y entonces, y sigo en sueños, me muerdo los labios, fuerte, me muerdo y a veces mojo de sangre la almohada. Y el dolor, que de momento me parece grave, pero que no lo es tanto, me despierta. Es un sueño que se viene repitiendo últimamente, de manera desigual y turbia. Una noche soñé excepcionalmente que progresaba, que no me molestaban mis pisadas, ni el rechinar de mi tránsito, ni lo escurridizo de la superficie cóncava, que avanzaba como si se tratara de una gruta amable y segura. Creo que incluso estuve a punto de trocar el bucle de Moholy-Nagy por un abrigo paleolítico, pero no pude, no pude influir en el sueño con la tentación de fantasías anteriores. Pero el sueño en la espiral era grato. Lo era porque no se mostraban nuevas dificultades y el ámbito empezaba a ser asumido por mi yo. Probablemente por esa razón conseguí llegar más lejos y tocar la luz y recibir la palmada del aire en mi rostro. Al sentir próxima la desembocadura, corrí. Y sin embargo, dudé. Me había hecho de tal manera al túnel y había regido de tal manera mis actos su poderoso vórtice que por un instante tuve la sensación de que no quería llegar hasta la salida. En esa fricción entre opuestos, allí el sol, allí el viento. La visión del abismo precipitó en mi una sensación de vértigo y me desperté. No, no me sentía liberado ni plácido. Sabía muy bien que, por no saltar, volvería a soñar nuevamente, una y otra vez, de modo obsesivo y recurrente con el recorrido de aquella espiral que me tenía cazado con su bumerán.

sábado, 21 de agosto de 2010

Dos Españas

Son dos Españas que están en las antípodas. Dos Españas que se repelen mutuamente. La de arriba es la de las letras. La de abajo, la de las armas. A la de abajo, la de arriba le causa odio. A la de arriba, la de abajo le produce pavor. La superior representa el intento constante por edificar con la lengua el pensamiento y hacerlo evolucionar. La inferior sólo sabe de destrucción del pensamiento que avanza sin cesar. Ambas se miran de reojo, pero no miran ambas de la misma manera. La primera mira de frente. Nada tiene que ocultar, más bien todo que captar y edificar. La segunda mira de reojo. Se basa en la sospecha, en la envidia y en la desconfianza. La de arriba es perdedora a la corta. La de abajo es triunfadora a la corta. Aunque los tiempos hayan sido largos. La de arriba es la de la esperanza, la de abajo la de la frustración. No son dos Españas iguales. Sólo una tiene que ceder si quiere buscar una convergencia con la otra. La violenta, la reduccionista, la dogmática, la que se cree que el país es patrimonio suyo. Cuando Machado dijo aquello de que una de las dos España iba a helar nuestro corazón no lo decía porque pensara que era un sorteo y que podía ser cualquiera de las dos. No. Sabía perfectamente qué España iba a helar el país durante la noche de los tiempos.

(Nota. La lápida sencilla del Tránsito dos gramáticos está en una calle de Santiago de Compostela. La lápida ceremonial del Dictador se encuentra en una calle de Ávila. No, no nos equivoquemos. No son las dos Españas ni Santiago ni Ávila. Aunque sí la mentalidad de ciertas fuerzas vivas que permiten que exista una u otra representación. Ambas lápidas tienen hasta una diferencia estética -y para mi la estética define también una moral, y ahora más que nunca- y no hay comparación entre las letras esbeltas del Tránsito y la cutrez del medallón obsoleto)


viernes, 20 de agosto de 2010

Febril la mirada



Es sorprendente mirar la vida por el objetivo irreal. Te permite aproximarte más a lo que rozas, aunque parezca lo contrario. Y te sorprendes de tu propia perplejidad. Escuchas en la memoria a tu propia madre, y te parece que fue ayer, cantar con voz plateada el tango: Sentir...que es un soplo la vida,que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra...Y te lo aplicas. Te descubres con más arrugas, más despistado, con mirada perdida, bastante escéptico y, sin embargo, nada apaciguado, sumamente curioso, enormemente receptivo, aún muy intrigado y...a mitad del camino de tu vida, sin saber cuánto más va a ser tu vida. Sí, desde que descubriste que Alighieri comenzó su canto con una evocación a la perplejidad has hecho tuyo el lema. Solo que no le pones medida, ni tiempo, ni rostro. Siempre quieres estar a mitad del camino de la vida. Ni al principio ni al fin. A la mitad justa. Cuando aún es posible salvarse, o crees que es posible distinguir un destino reconfortante en la encrucijada.

jueves, 19 de agosto de 2010

74 años después del crimen


Todo se ha roto en el mundo.
No queda más que el silencio.

(Dejadme en este campo
llorando)

Federico García Lorca, Poema del cante jondo.





Elegía rabiosa a Federico


Te mataron tus letras.
Te mataron.

Te mataron tus canciones.
Te mataron.

Te mataron tus sonrisas.
Te mataron.

Te mataron las esencias de tu tierra.
Te mataron.

Te mataron las luces que buscabas.
Te mataron.

Te mataron tus pasos inquietos.
Te mataron.

Te mataron los míseros de espíritu.
Te mataron.

Te mataron los confesos de la ignorancia.
Te mataron.

Te mató la cólera secular de los iracundos.
Te mataron.

Te mató la araña despiadada de los crucifijos.
Te mataron.

Te mataron los matarifes irredentos.
Te mataron.

Te mataron las almas negras.
Te mataron.

Yo, un nadie de la tierra,
en el nombre de la improbable Paz
te resucito.

martes, 17 de agosto de 2010

¿La mantequilla se acabó?



Odio la palabra crisis. Es un vocablo adulterado por los imbéciles, falseado por los empresarios, prostituido por los políticos deshonestos, tergiversado por los medios de comunicación, ignorado por los religiosos y desconocido por las últimas especies de los filósofos. ¿Qué demonios quieren decir con lo de crisis? ¿Que nos vamos al carajo todos? ¿Qué nos tenemos que rebajar más ante las apetencias del mercado? ¿Que los que trabajan se lo tienen que poner barato a los que viven a costa de los que trabajan? ¿Que los grandes negocios no obtienen todo lo que quisieran? ¿Que la gente se asfixia por no medir sus posibilidades y límites? ¿Que los ciudadanos padecen las consecuencias de una manera de vida por encima de sus posibilidades? ¿Qué somos víctimas de las insidias de las grandes finanzas a escala planetaria? ¿Que hasta el individuo más modesto tiene la obligación de entrar en la cadena desaforada del consumo, a costa de malgastar sus recursos? Nadie se pondría de acuerdo sobre el término. Crisis de superabundancia. Crisis de carencia. El modelo de producir más y más mercancías para que a cambio cada individuo se convierta a su vez en más y más mercancía no sé si estará tocando techo. Pero avisos está recibiendo. El sistema, como en el casino, rien ne va plus. Ya no se distingue la mercancía objeto de la mercancía sujeto. Y si ése es el eje ético que estamos obteniendo, que el diablo cojuelo nos coja confesados. Las sociedades se siguen estratificando en función de cómo hayan caído los individuos en ellas. Y su suerte. Sólo cabe esperar el retorno de nuevas formas de esclavismo, de clientelismo de bajo precio y de oferta laboral tirada por lo suelos. Y perder nuestra libertad íntima. Mientras, llenamos nuestras casas de objetos inútiles, nos sobrecargamos de bienes perecederos, hablamos con el nuevo objeto que entra cada día en nuestra casa para sentirnos alguien y salvar la otra crisis, la verdadera (la personal) Buen futuro. Crisis. ¿Se habrá acabado la mantequilla?

Aporto un texto del monje japonés Kenko Yosihda, de su obra Tsurezuregusa (Ocurrencias de un ocioso)

El sabio, al morir, no deja ni bienes ni riquezas. Si dejara objetos inútiles, que no son provechosos, al descubrírselos sería bochornoso. Si los objetos fueran provechosos, los herederos, viendo el apego que tenía a las cosas, se llenarán de tristeza. Y si los tesoros fueran muy numerosos, todavía resultaría más lamentable, porque habría herederos que dirían: “Esto me lo llevo yo”, y se armaría una trifulca. Si quieres que alguna cosa tuya pertenezca a alguien, entrégasela mientras tengas vida.

Habrá cosas que son indispensables para la vida diaria, pero, fuera de ellas, es mejor no poseer nada.




(Fotomontaje de John Heartfield, La mantequilla se acabó)

miércoles, 11 de agosto de 2010

Maduración

No es el punto, lo sé.
Se está haciendo.
Las hojas son adargas que protegen los racimos.
Las palabras, azadas roturando mi suerte.


Sin embargo ya noto humedecer su jugo
mi garganta.
Este deseo de acidez joven
que al probarla te hace suyo de inmediato.

Todo está calmo.
El orden de los granos, la esbeltez del sarmiento,
la corriente con que el aire mece los zarcillos
hasta un límite imprevisto.


Falta poco, lo sé.
Cuerpo y luz hablan.
Luz y forma hablan.
Hay un pacto secreto con los colores de agosto.

Espero.

martes, 10 de agosto de 2010

Los viejos vettones nunca mueren


Los vettones, señores de los ganados, debieron estar allí. Antes llegaron de la sierra próxima, donde su sentido del oppidum predominaba en su concepto de ciudad. Y tal vez no concebían todavía lo urbano como algo más relajado y seguro. No sé si en su trasiego del bajar de Ulaca, buscar el Valle Amblés y volver a subir hasta aquí su idea de ciudad había cambiado mucho. Seguían estando, no obstante, a uno de los niveles más altos donde jamás se haya instalado una urbe importante en la península. Pero ellos jamás conocieron una placa donde lo dijera ni probablemente ningún geógrafo del imperio romano se lo hiciera saber. Seguían yendo de fortaleza en fortaleza ellos, los señores del ganado. Antes de que los invasores les integraran.

Creo que fue Le Corbusier quien dijo aquello de oh, la cittá alta, asolutamente sublime, refiriéndose a Bérgamo. ¿Conocía la nueva ciudad de los vettones, posteriormente romanizada? Probablemente. ¿Le inspiraría un piropo análogo? Tal vez se lo reprimió. Un arquitecto es un hombre que mira, ante todo. Y luego admira, según. Pero la nueva ciudad de los vettones fue ruda siempre. Quien contemple tantos muros de piedra en forma de murallas, ábsides de catedral e iglesias y paredes de convento puede no ver sino contrarreformas tridentinas y estancias detenidas en el tiempo. Pero en la historia de esta ciudad antigua y honda no vale simplemente el totum revolotum. Cada tiempo tiene su huella en la ciudad. Y las huellas se pierden unas sobre otras.

En mi paso rápido, ungido de reencuentros, he palpado la fortaleza que hay bajo sus pies. He sentido ese suelo granítico, inquietantemente rocoso, que remite a los tiempos anteriores a las civilizaciones. He reafirmado mi visión de esa ciudad que es sublime porque se eleva sobre sí misma. Donde la normalidad de las calles es que sean cuestas y el llano es algo azaroso y excepcional. El recuerdo de todos los edificios históricos no me interesaba. Los disfruté a mi aire en mi juventud y hoy busco otro lenguaje. La memoria de los personajes con los que hoy se fabrica turismo como anteriormente se conjugaba nacionalismo tosco y mucho antes tautología religiosa doctrinaria no me lleva al huerto. Tal vez salve un eco perdido de palabras que nunca las concebí como palabras exclusivas (aquellas que hablan de Moradas, aquel Cántico con sonidos salomónicos) La ciudad sublime se ve pero no se ve. Es invisible en su constitución física pero adquiere forma sensorial. Puedes andar por la calle y percibir una suerte de advenimiento de cuando la ciudad casi no era ciudad. La ciudad sublime está en una remisión al principio. Volveré cuando sea invierno y se muestre más sublime todavía.



lunes, 9 de agosto de 2010

The War Game


Recuerdo que a mediados o finales de la década de los sesenta, en que había un interés elevadísimo entre los estudiantes por el cine de otros países, vimos una película especial. The War Game, del cineasta británico Peter Watkins. Fue una sesión matutina -entonces ese tipo de sesiones en plan cineclub abundaban, y así conocimos cine húngaro, checo, polaco o a los grandes del cine ruso- y la sala de proyección se llenó.

The War Game es una especie de película docudrama, donde ficción y preguntas a la población sobre el riesgo de un ataque nuclear se alternaban. El director crea una atmósfera tajante en torno a imaginar un ataque nuclear sobre una población británica. Y sin embargo, ¿qué recuerdo sobre todo de de aquella película? Una sensación impactante: que al encenderse las luces la gente no se podía levantar de los asientos. Estaba hecha polvo. Con el agravante de que el tema del riesgo de guerra nuclear -aún con el recuerdo no muy lejano de las matanzas yanquis en Hiroshima y Nagasaki- se añadía a la propia cruz que padecíamos entonces los españoles de una dictadura cruel y nacional católica a la que no veíamos fin.

Ahora, encuentro esta película por partes en internet y la coloco. No, no se trata de ningún homenaje a los muertos y al desastre de las ciudades japonesas. Se trata de una llamada a nuestra inteligencia. A que es más necesario que nunca activar una causa que haga frente al riesgo de un conflicto nuclear de dimensiones impredecibles. Recordemos que hay ya unos cuantos países (USA, Rusia, Francia, Inglaterra, China, Israel, Pakistán e India, y acaso Corea. Y que Irán anda como loco tras el objetivo) con potencial atómico y con unos arsenales capaces de mandar el planeta a otro lugar en el infinito.

No importa tanto que se sepa o no inglés. Visualizar el film ya es interesante. Puede parecer algo pasado, pero creo que tiene más valor expresivo cinematográfico que todas las patochadas que se hacen con aires de modernidad en estos tiempos. Lo siento, y si la barbarie no os sienta bien poned en marcha el reactivo.















domingo, 8 de agosto de 2010

Las sombras

Fragmento de una carta de Yoshiro A. a su hermano Taro, escrita el ocho de agosto de 1945 y nunca recibida por éste en la base del Pacífico Sur donde se suponía que estaba destinado:

“…me faltan palabras y me sobran vacíos. Como ya sabrás por una carta anterior de papá, mi enfermedad alérgica me hizo abandonar la fábrica de conservas donde trabajaba. En principio me limité a no salir de casa, pero ni con la quietud se me pasaban mis ahogos. Papá y mamá decidieron que fuera unos días al campo, a una aldea más al norte donde vivimos un tiempo de nuestra bonita infancia. Tú tal vez no te acuerdes de ella. Lo cierto es que mi mejoría de las últimas semanas me hizo pensar en un regreso pronto a nuestro barrio. Yo lo deseaba, no sólo por normalizar mi salud sino por cuidar de nuestros padres. Así se lo hice saber a Masaru (el padre), pero en parte debido a su preocupación por mi dolencia y en parte por la situación del país me aconsejó que aguantara un poco más aquí.

Acabo de enterarme por algunos viajeros y por la radio de lo que ha sucedido en nuestra ciudad. Todo resulta tan extraño como insólito. Tal vez esas voces exageran, pero algunos dicen que no ha quedado nadie con vida. No sé cómo interpretarlo y sólo pensar en ello me hace temblar. Nadie sabe con claridad qué ha sucedido exactamente. Algunos pobladores de los alrededores han comentado que no se ven edificios en pie, que una nube densa cubre las calles y que hay bastantes heridos. Esto último me hace tener confianza en que la catástrofe, sea cual fuere su causa, no haya sido tan arrasadora como otros agoreros avisan. De la emisora que se coge aquí no se puede uno fiar mucho porque la censura de guerra sólo da a conocer lo que interesa a los militares. Yo creo que de la misma manera que algunos que han venido del entorno de nuestra ciudad desconocen la dimensión del suceso también la radio oculta la verdad siguiendo consignas.

La gente de aquí no habla mucho. Hay algunos que siguen defendiendo el nombre del Emperador a capa y espada, pero creo que más por una cuestión de confianza ciega e ignorante y por su personalidad insegura que por otra cosa. Tú debes saber mejor que nadie cómo se las ha gastado el enemigo en sus operaciones. Mira que ni siquiera sé si sigues en la misma base a donde voy a enviar esta carta o si habrás sido hecho prisionero. Es decir, que cabía esperar que esta guerra acabara algún día y que el fracaso de nuestros gobernantes, que nos han estado desgastando durante años, tendría que tener lugar. De alguna manera, todos nos íbamos haciendo a la idea de la humillación a que nos iban a someter los vencedores. Algunos de nuestros ancianos más sabios nos prevenían sobre la implacabilidad de los americanos y de cómo estábamos solos frente al mundo. Pero seguíamos esperanzados en que no se nos tratara con una suerte de piedad y de que la rendición debería salvar la vida y los bienes de nuestras familias. Si lo que ha pasado en la ciudad se confirma como una tragedia terrible, prefiero no pensar en lo que nos espera.

Estoy en vilo por lo que haya podido suceder a Masaru y Juro, y a las tías Nori y Aina, así como a las pequeñas gemelas hijas de ésta. No me preocupa tanto sentirme sola en esta aldea como la culpabilidad que me embarga y la desazón que siento que se ceba en mi…”

viernes, 6 de agosto de 2010

La ciudad amable


Los jinetes pasaron. Pasaron los jinetes. No era como otras veces. Esta vez nadie salió a contarlo. El viejo Osha no estaba allí. Sus hijas y los maridos de sus hijas no estaban allí. Nadie salió a la calle cuando todo quedó oscuro. El estruendo dio paso a una placidez extraña. Hiro, que se libró del servicio y por lo tanto de la guerra, no abandonó su casa. El huerto que cultivaba aparecía seco. Qué hemos hecho. Qué hemos hecho. Nos habían dicho que estábamos libres de los riesgos que padecían otros por nosotros. Que éramos retaguardia, que no suponíamos interés para el enemigo. Nos habían dicho tantas cosas estos últimos años. Nos lo creímos todo. Buenos súbditos, supongo. No pienso más allá. Mis pensamientos se diluyen al compás de mi carne. Pasaron los samurais que no eran los nuestros. Tampoco eran los samurais de los señores que nos habían lacerado en los siglos anteriores. No sé si fue ceniza o aire cálido o una clase de fuego que no habíamos visto jamás. No respirábamos. Me convertí en sombra y a mi lado fueron formándose más sombras. Manchas, siluetas, borrones. Un silencio que no vino del fondo de la tierra. Un cielo que nos castigó. No podía ser. No podía ser. Resultaba increíble que nos sucediera a nosotros. Esto era una ciudad amable. Esto era un lugar confiado.

jueves, 5 de agosto de 2010

Tenacidad



No sé de qué materia es la espuma
que acaricia tu ausencia.

Ella, zigzagueante o concéntrica,
atraviesa lo más inhóspito de mi mismo
hasta moldearme.

Insistente y feraz.