"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 31 de mayo de 2009

Sobrevuelo


Día y noche
en la fronda

la agitación de los fantasmas
no quiebra el silencio

el deseo serpentea

las voces nacen tenues
fundiendo los gemidos

disolución


(Eikoh Hosoe, foto)

sábado, 30 de mayo de 2009

Las esferas furtivas


Al fin y al cabo vivimos dentro de una esfera, ¿no? La Tierra, o eso dicen. Pero dentro de esta esfera achatada e imperfecta, ¿no hay sino otras esferas que salpican, saltan unas sobre otras o se engullen o se ignoran haciendo caso omiso a los tiempos y a los espacios?

Esferas que ascienden en espiral y esferas que caen en vértigo. Esferas que flotan como si fueran ajenas a la ley de la gravedad y esferas que no levantan vuelo jamás. Esferas que revientan y esferas que se nutren. Esferas ostentosas y esferas humildes. Esferas que buscan la luz continuamente y esferas que no salen de las oscuridades jamás, ni lo pretenden.

Se me ocurren dos tipos opuestos de esferas.

Una burbuja, por ejemplo. Vivir como si no se viviera. A la defensiva, pretendiendo permanecer incontaminado, sin que roce la malicia, ni la adversidad, ni la responsabilidad, ni las ganas de prospectar. Misión imposible. Tal vez una de las mayores ficciones que el humano puede pretender. Desde una burbuja uno no se siente, ni se comprueba, ni se fortalece. Vivir alejándose permanentemente, sin encarar cuanto va aconteciendo en torno a uno, conlleva la negación. Pero también la burbuja puede representar esa belleza abstracta que todos nos gustaría que nos abdujera, y eso es lo que nos atrapa, una actitud abstracta que choca con la vida cotidiana, pero en la que, en ocasiones, nos refugiamos obcecadamente. No siempre las burbujas son transparentes. Tras esta apariencia con frecuencia se abigarra la ensoñación, pero también la indefensión y el escape.

Una canica, por ejemplo. El eterno rodar. Ni siquiera su inactividad implica parálisis. Al ligero contacto de otra canica la primera se activa. La parada de una canica es momentánea. Las canicas son impuras, en sus roces se desgastan, pero la energía que una descarga contra la otra activa a su vez la de ésta. Nunca se sabe dónde reside la fuerza de una canica. Tal vez sólo en la propia acción de unas sobre otras. Su apariencia opaca oculta otras visibilidades que sólamente cada una conoce.

Burbujas o canicas, todos somos furtivos: furtivos huidizos unos, furtivos transgresores otros. ¿Dónde nos hallamos cada uno? ¿En la burbuja o en la canica? ¿O pasamos a lo largo de la vida de un planeta a otro inadvertidamente?



De burbujas y sus metáforas, las mujeres del grupo LA FURTIVA, de Castellón, saben lo suyo. Lo exploran, lo materializan, lo ritualizan con su danza. Definen su espectáculo como una propuesta poético-teatral, ejercitan el mundo de las esferas con una capacidad metafórica que nos dejó deslumbrados a los espectadores callejeros. Su ritmo de danza, apoyado en una selección musical potente y bien llevada, lo ejecutan con una conjunción deslumbrante. Fue un espectáculo cautivador. Así definen ellas el significado de la burbuja:

“La burbuja puede ser todas las cosas que queramos, incluso puede ser nada. La nada también es belleza en movimiento, pero también es la idealización del espacio, la opresión de lo propio y limitado del espacio. La burbuja es un espacio lleno de enigmas que encuentra sentido cuando el movimiento de los cuerpos inicia una danza ritual que, no sabemos por qué, nos cautiva y nos seduce. Pero ¡no es suficiente! Necesitamos encontrar el enigma que se esconde dentro de la belleza plástica de la danza. Porque la danza en si misma es enigmática como el fuego. Y ese debe ser el camino. Encontrar el fuego en la danza.”


viernes, 29 de mayo de 2009

Descripción del desierto


He aquí una somera descripción del desierto. Cielo y tierra fundiéndose en un plano opaco y mortecino. La materia original, descompuesta por el ataque de los elementos. ¿Qué hubo antes de ella misma? ¿Agua, roca, fronda, gases, fuego? Ahora, en un intento postrero de resistencia aflora la apariencia de unos leves arbustos, como si su debilidad pudiera detener el arrasamiento. Acaso se nutren de la devastación. ¿O son lejanos e impotentes testigos residuales que han permanecido por azar? ¿Se trata de una mera caída accidental, la sombra de una especie distraída por el aire? Debería saber la mano que empuña la pluma que no se puede escribir sobre el aire, porque las letras caen al instante. Sin dar tiempo a que se fragüen. Ni sobre las cenizas, porque las letras se convierten en pavesas. Entonces, ¿de qué pretende escribir la mano que apunta con la pluma hacia la sequedad y el vacío? Los textos, si han existido, han ido desapareciendo. El sol y el viento seco y parado de la calima los han fundido, sin que queden demasiadas huellas entre los bienes de las especies supervivientes. Siempre hay especies supervivientes. Especies aprovechadas. Especies vigilantes al asalto del territorio que las haga crecer. Algunas se alzarán sobre las demás, en el largo transcurso de los silencios y de la violencia repentina de las explosiones. Las especies supervivientes están ocupadas en reconstruirse. Buscan alimento, agua y guarida. Buscan conocimiento, deseo y protección. ¿Qué puede trazar sobre un paisaje borroso la mano que simula que escribe? Busca simular. Erigir una quimera. Inventar un sueño. La representación por sí misma es lo que importa. El texto siempre es una mirada que se retrotrae. Que se justifica, aunque no siempre clarifique. A veces el texto es circular, otras lineal, otra veces extremadamente abierto. ¿No recuerda eso acaso la esencia misma del paisaje? El escribiente escribe sobre la destrucción del paisaje. Esa acumulación de detritus que yace en el fondo de él mismo. Ese muladar de experiencias rotas. Ese sumidero de desencantos. Escribe de las ventoleras que desplazan de la vida antiguas aspiraciones. De la ruina de la generosidad y de la abolición de la calma. De la negación de la carne y de los estragos del amor. De cómo las letras se agotan en recurrencias y monotonías. De cómo las miradas se vuelven turbias y los labios no pronuncian. Una simple y áspera descripción del desierto, digo.



(Fotografía de Ralph Gibson)


miércoles, 27 de mayo de 2009

Prevención



Que las palabras malditas
no te hieran
y si hacen sangre

cubre la herida con silencio

que nada la salpique
ni la roce
ni la ahonde


(Fotografía de Imogen Cunningham)

martes, 26 de mayo de 2009

Espera


Deplora la mediación de las palabras

Ese trazo efímero
de sílabas que se pierden
unas a otras

espectros del pasado
inmediato

en su último sonido
se agazapa ya el olvido
y la imprecisa herida

(las palabras agitan la daga
sin calibrar el objetivo de su ataque)

es el silencio
el lenguaje a aprender
en estos días
en que el alma sólo desea oírse

la ausencia

esta hora de esperar
y ser esperados



(Ralph Gibson fotografió)


La mano súbita


El advenimiento de una mano. No llama. No pide permiso. No espera a que se la responda. Entra y empuja la puerta. Y súbitamente, comienza su búsqueda. Cuando se entra a una estancia, la emisaria del cuerpo busca. Toca, palpa, sitúa, separa, desclasifica. Al mero tacto, los objetos inmóviles pueden despertar. Según sea la mano que los prospecte. Los objetos primero se estremecen, luego se inquietan, por último se desasosiegan. Se saben sorteados por la mano. Tal vez en disputa unos con otros. Un tanteo, los dados al aire. ¿Cuál de ellos será el elegido? La mano maniobra en la oscuridad. La mano se deja guiar por las filtraciones escasas de luz. La mano se arriesga porque ante lo que persigue no duda. El espacio interior se amplía ante la presencia de la visitante. Se deja, se entrega, se despoja. Pronto podría convertirse en un objeto más. Allí adentro, donde yacen las manos muertas. Pero ésta es una mano que respira. Una mano menuda, que roza las superficies del aire.


(Fotografía de Ralph Gibson)

domingo, 24 de mayo de 2009

Sosegada gravidez


Vértice de úteros
perspectiva de entrañas
sacras
todo raíz todo espuma
gestación de días y de tierra
placentera acidez
para mi boca
sedienta.


(Majuelos de la Ribera del Duero)

sábado, 23 de mayo de 2009

Asomándose



Y de pronto, en esta noche estalla diagonal y certera una memoria dentro del hombre, y una mano le alcanza y le señala, y esta composición de 1978 de Lluis Llach despliega en su mente otro tiempo, otro lugar, otra ilusión...


El meu amic el mar
té la calma d'un déu adormit,
quan la meva nau busca recer
a l'illa del seu pit.
El meu amic el mar
té el coratge d'un déu exaltat,
i quan s'omple d'aire el meu velam
seguim un joc incert.

I, tanmateix, potser
el gep de l'onada acabarà
amb tot el meu somni desitjós
d'anar a aquell port d'atzars.
El meu amic el mar
és l'immens bressol de tots els blaus,
i en el seu va-i-vé de so i color
aprenc el poc que tinc.
És per això que mai
no em podré allunyar del seu batec,
i fidel viuré amarinat
fins acabat el vent.


(Mi amigo el mar
posee la calma de un dios adormecido
cuando la nave busca refugio
en la isla de su pecho.

Mi amigo el mar
tiene el coraje de un dios exaltado
y cuando mis velas se llenan de aire
seguimos un juego incierto.

Y sin embargo, quizá
la carga de la ola acabará
con mi entero sueño deseoso
de alcanzar aquel puerto de azares.

Mi amigo el mar
es la inmensa cuna de todos los azules
y en su vaivén de sonido y color
aprendo lo poco que tengo.

Y así, nunca
podré alejarme de su latido
y viviré fielmente marinado
hasta que acabe el viento.)

viernes, 22 de mayo de 2009

Entre el quiero y el debo



Subido al páramo o descendido a las recónditas oquedades de la tierra, el hombre se reconviene en el aislamiento. Todo lo que pasa por su mente, aquello realizado y aquello otro pendiente y lo de más allá apenas intuído, todo, se transfigura en una sola imagen: él mismo. Y al explorar recuerdos, y al tantear posibilidades, y al repasar cuentas pendientes de su largo rosario de insatisfacciones, se pregunta si valió más lo que hizo que lo que no hizo. Sumirse en devaneos sobre la inexistencia es harto ridículo, puesto que no es consistente. Pero mientras su vida, mermada o imprecisa, le proporcione sensaciones no puede por menos que seguir aspirando a conquistar la frontera de lo que aún no es tangible. Éste es el momento de considerar la conciencia de las cosas. Y tasar la propia capacidad personal. Palpar lo que se intuye delicioso y apenas se ha catado. Escudriñar sobre lo que realmente tiene significado para un vivir con sentido. Derivar desde lo prescindible hasta lo necesario en todo aquello que hace gastar en balde energías y que pueden ser reconducibles hacia mejores destinos. Desocupar la estancia del Ser de lo superfluo y llenar la vaciedad de los espacios no descubiertos. Algo le sugiere aquella cita de Chantal Maillard, en su enjundiosa obra Filosofía en los días críticos:

Lo importante. Debo hallar lo importante y debo hallarlo pronto. De nada me servirá haberlo hallado en los últimos momentos. Debo hallarlo con tiempo suficiente para saber que lo que hago es lo que quiero hacer, para hacer uso de mi voluntad extraviada casi siempre en las mil formas del "debo". Quiero poder decir "quiero" y que mi voz suene fuerte ahogando el último "debo" como un alud al eco que desciende la ladera. Quiero llenar de nieve las viejas huellas, los pasos que tenían un destino, una meta, y aquello que no tenían ninguno. Debo hallar lo importante, y lo importante es lo que quiero.



(Fotografía de Leonard Nimoy)

jueves, 21 de mayo de 2009

La parada


Es en este paisaje de apariencia desolada en el que me detengo y me interrogo. Es desde esta visión callada y desnuda desde la que contemplo el mundo. Que es tanto como decir que recorro el perímetro de mi mismo. Aquí el aire erosiona mi piel. Aquí la lluvia forma el lodo que demora mi caminar. Aquí el sol cae implacable y agota mis músculos. Aquí la oscuridad de la noche me enajena, a merced del gélido abandono de sus horas. Todo lo que ha acontecido en mi territorio hasta llegar a este lugar es agua corrida pero vívida, jamás putrefacta, jamás en vano. El agua primigenia derivó en una inerte acuosidad y luego se transformó en corriente. Unas veces, calma; las más, agitada; en ocasiones, oscura. No es el agua y todos sus afluentes y océanos en los que he ido desembocado lo que ahora me parece insuficiente. Es mi sed inextinguible, de la cual moriré. Es la perplejidad de quien desea más cuanto menos tiempo se le dispone. Es la insatisfacción por no llegar, por tener la sensación de que nada basta. Todo aquello que ahora me caracteriza y me dota de una forma de ser inequívoca se hizo desde los primeros sollozos. Nada se ha detenido, nada ha sido más determinante que nada. La memoria no cesa, pero el sentido se agrieta con la presión de los años. Me siento a mirar lo que queda de mi. Alejado de la fe inservible a los hombres y a los dioses que bosquejaron a su imagen y parecido, sólo sé rascar la tierra, arañar las piedras, frotar los guijarros entre mis dedos expósitos. Estos dedos que hollaron la piel oculta de las mujeres se muestran ahora torpes. Esta boca que fue alimentada por los besos de su carne y de su pasión se siente ahora resquebrajada y hambrienta. Permanezco inmóvil, pero no inmutable. Dentro de mi aún se agita un magma. Éste es el tiempo. Ésta es la ocasión. Me paro, pero no ceso. No renuncio.


(Acompaña fotografía del colombiano Leo Matiz)

miércoles, 20 de mayo de 2009

El páramo



Al amanecer he subido al páramo. No encuentro a nadie de camino. Aún no se han iniciado las tareas del día. Alcanzo la cima y miro en todos los sentidos. Lo recorro y me paro. Giro lentamente sobre mis alpargatas. En cada posición me acaricia el aire, escaso, variable, contradictorio. Nada se mueve. Ni siquiera mi camisa. Contemplo un único horizonte. Todo está apaciguado, como si el mundo se abriera allí mismo y allí se terminara. El trazado de las sendas indica por dónde ir a un lugar o a otro. Pero desde aquí arriba, con ser la elevación más importante de la comarca, no se divisa ninguna aldea, ni se otean transhumantes, ni se advierten viajeros. La fragilidad está ausente. Si lo inmutable existe, se halla aquí. Los accidentes del terreno son suaves. Leves ondulaciones, algunas alfombras de brezo. Poco queda de ser arrasado por las energías milenarias. Y poco puede crecer ya. La exuberancia de la naturaleza pereció hace tiempo. A veces me parece que incluso sueño esto mismo que veo. Que madrugo, camino y miro las tierras. Que me dejo vencer por una insoportable pasividad. Y que después me levanto cansado, dispuesto a acostarme nuevamente, a postergar los trabajos. Como si la jornada hubiera ido para atrás en vez de avanzar. Si no fuera por esos ladridos lejanos de perros y por el rocío que humedece mis pies pensaría que no hay tal lugar. Que sigo en el sueño. Son las sensaciones las que me hablan. No me cabe duda de que es el mejor momento del día para ejercitar la vista. No sólo hacia la distancia exterior sino hacia la vertical. La que circula dentro de mi suscitando vibraciones, volviéndome espectante. Nada hiere. Es como si la claridad emanara desde lo más recóndito de mi cuerpo e invadiera el entorno. Cuando llevo un buen trecho andado me siento en alguno de los pedregales que abundan sobre la superficie del páramo. La luz tiene poca densidad. La caliza está agujereada por la erosión. Me agrada que aquí arriba no lleguen los hombres. Nada tienen que contarme a estas alturas los hombres. Nada quiero escuchar de ellos, esos seres que sólo saben relatar una y mil veces lo ya sabido. Que han renunciado a la imaginación, que claudican en su mediocridad, que no aspiran sino a dejar que las horas transcurran como una sentencia.


(Fotografía de Ralph Gibson)

martes, 19 de mayo de 2009

lunes, 18 de mayo de 2009

La necesaria condición


La solitude est une condition necessaire de la libertè.

Magnus Laeterman escribió antes de desaparecer de su país y de borrar toda huella de su presencia en este mundo..."Deseaba la soledad para no tener que dar explicaciones de sus actos y, sobre todo, de sus inhibiciones. La relación con los otros animales humanos le proporcionaba recursos, pero le privaba de encontrarse en libertad con el ser que llevaba dentro, cada vez menos reconocible. El homo faber le hastiaba porque se había convertido en hombre fundamentalmente productivo. Y el lado lúdico era subsidiario del anterior. Algunos le echaban en cara su desdén y le decían que debería sentirse incondicionalmente agradecido por pertenecer a la tribu. Y manifestarlo. La vida social ponía a su disposición medidas, pesas, instrumentos y tablas para valorar las dimensiones y las perspectivas. Y le daba una relativa seguridad. Pero nunca la satisfacción. Sólo él sabía que es en la soledad donde se percibe el tamaño y el alcance de las cosas".


(Atravesando el rostro de Gao Xingjian en el video de Robert Wilson, la frase se desvanece lentamente. El rostro encogido y reconcentrado del escritor chino va cambiando hasta despertar calmo y relajado. Es el ciclo de introversión y renacimiento, preciso para sentirse a sí mismo)

domingo, 17 de mayo de 2009

Dilema in love


Entregarse, ¿es un acto de generosidad o de egoísmo? Los amantes se engañan, pero aceptan el dilema. Es la única manera de salvar la necesidad. Sólo si ésta se satisface se asume la actitud. Ambos se consideran desprendidos. Y ambos se corresponden como si fueran espíritus puros. Cuando la necesidad deja de ser satisfecha entre ellos, viene el reproche. Sólo se miran mutuamente como egoístas. A partir de ese momento se rechazan arrojándose el uno al otro a las tinieblas exteriores. Y por último, al olvido, que es el peor infierno. Aunque dé resultado en esta vida.


(Foto de Nan Goldin)

sábado, 16 de mayo de 2009

Castilla del Pino y nosotros


En realidad, utilizo la excusa de tu muerte para recordarnos a nosotros, es decir, a Trini, Chelo, Jaime, Carmen, María Ángeles, Dori, Julio, Jesús, Elena y María, y a alguno más cuyo nombre no recuerdo o no supe nunca. Aquellas mañanas dominicales en que un grupo de chicos y chicas más obreros que estudiantes (sic) nos encontrábamos en unos locales parroquiales prestados para hablar de lo humano que ya no de lo divino. De lo social, que no ya de lo individual (esto vino intensamente más tarde) De lo épico, porque lo lírico nos parecía una ceguera. Y aquella tarea línea a línea de desentrañar entre todos lo que escribiste en tu opúsculo La alienación de la mujer, casi un libro de texto para unos voluntarios que fermentábamos de ideas, voluntad y acción. O el otro, Sexualidad y represión, que nos costó más acometer y lo dejamos medio abandonado. O tus artículos en la revista Triunfo, tan esperados como todo lo innovador y resurgente. Y luego aquel colofón en el que te conocimos más de cerca: ibas a dar y no te dejaron una conferencia en que, como todo en aquellos lejanos tiempos, no estaba nada bien visto y sí muy prohibido. Y cómo a pesar de ello, y de los temas que nos hacían vibrar con su acicate y tu presencia, nos hablaste también de Córdoba, de sus patios de primavera, del flamenco en privado en casas de amigos, de las nuevas ideas revolucionarias de la psiquiatría, de tu optimismo por el cambio en España. Muchos podemos decir que antes que a Marx leímos y comentamos a Castilla del Pino. Desgraciadamente, a Marx nunca lo leímos mucho y escasamente lo entendimos, pero ésta es otra historia. Afortunadamente, te estaremos siempre agradecidos porque una pequeña parte de tu obra nos juntó, creando fuertes lazos cómplices y de amistad solidaria, a jóvenes y anónimos rebeldes de una ciudad provinciana.

jueves, 14 de mayo de 2009

La mano febril



Tiéndela

no hay motivos para no dejarse tentar
por el paraíso

entrelázala

asirás al menos
el último calor de la noche

sujétala

¿lees en esa palma
los designios que se te reservan?

ahora date la vuelta
y reposa

estás demasiado febril
para hallar respuestas adecuadas
en tu carne


(Ralph Gibson es el autor de la foto)

miércoles, 13 de mayo de 2009

Daímon



"El carácter del hombre es su destino".


Es uno de los Fragmentos de Heráclito de Éfeso, también llamado el Oscuro. Los fragmentos son unos textos intrigantes, pero también clarividentes. Ante ellos te paras, los lees en estado puro, te olvidas de las manipulaciones que aristotélicos, estoicos y cristianos hicieron de los mismos, y después comienzas a moverte de otra manera. Tu pensamiento ya no es idéntico. Es como si lo vivieras más en presente. Sugiere interpretaciones. A mi me ha resultado apasionante este fragmento. ¿Qué os sugiere a vosotros?


(La fotografía está realizada por Ralph Gibson)

martes, 12 de mayo de 2009

Salomé (un sueño)



El hombre ha tenido un sueño insólito. Ha soñado con una niña que exhibía su cabeza sobre una bandeja de plata. Cuando se acercaba a ella para comprobar el efecto de verla separada del tronco, la cabeza se iba reduciendo hasta convertirse en una pieza frutal. Al alzar la vista del plato mira a la púber. Está allí delante, insegura y oferente. La mirada de la niña no puede evitar el temor y su gesto es receloso. Tómala, le dice. Pero el hombre no se fía de la niña. Ambos desconfían. El hombre detecta manchas de sangre sobre la bandeja. ¿Dónde está la cabeza?, pregunta. Pero la niña se extraña. ¿Qué cabeza? Aquí no hay ninguna cabeza, hay una pera. Y el hombre: Pero, ¿y ese reguero de sangre? ¿De dónde sale? La adolescente está calma: Yo no veo ningún reguero de sangre. Acércate, mira. Y la niña pasa dos dedos por la superficie bruñida del enorme plato y se los muestra. ¿Ves? El plato está limpio. Puedes coger sin miedo la fruta, está madura. Y es tan sabrosa... Él la contempla absorto, sin dar crédito a la revelación. Pero algo hay en esa frontera de la infancia que hace dudar y a la vez provoca que se la tienda la mano. El hombre comprueba de nuevo. El metal de la base circular está inmaculado. Por un instante, le tienta tomar la pera, pero él no se ha levantado de lo más profundo de su sueño solamente para probar una fruta. Al ir a tocarla se detiene. No quiero esta pera. Mi cabeza estaba ahí. ¿Qué has hecho con ella? En los ojos de la niña brilla una perplejidad insultante. No estoy aquí para robar nada. Estoy para dar. Además, la cabeza la llevas puesta. ¿Qué más quieres? Entonces el hombre se palpa el pecho, sube su mano al cuello, se acaricia la barbilla, se frota los cabellos. Se cerciora de que no ha perdido su magnífica testa. Por otra parte, ¿qué le hace pensar que hubiera sufrido un degollamiento? Cuesta rechazar la incitación de la niña, envuelta en el destello inocente y débil de sus pupilas. Trata de ser conciliador. Acaso se rinde. Bien, quiero creerte. Y para demostrártelo, cogeré la pera que me ofreces. La pieza tiene una forma grácil y hermosa, sus colores son los propios de la estación, incluso emite un ligero aroma que provoca la secreción de saliva en su boca. Al rozarla con las yemas de sus dedos el hombre ve sorprendido que la pera crece, que su contorno se altera. Da un salto hacia atrás, mientras la adolescente le atraviesa con una sonrisa imperceptible pero irónica. El filo apenas dibujado de su boca se abre a medida que crece la admiración del hombre. Abre al máximo la palma de su mano para abarcar aquel volumen desmesurado. Su textura es fría, la tonalidad se ha vuelto más azulada, no percibe suavidad en la piel, sino que una áspera rugosidad repele a la aspereza de sus dedos. Bajo aquella masa se expande un hilillo negruzco, casi seco. Y de pronto la ve claramente. Su hermosa cabeza desgarrada se ofrece de nuevo sobre la bandeja, mientras la niña entreabre divertida sus comisuras. Su mirada burlona desarma al hombre. ¿Por qué dudas?, le increpa. Nunca te ofrecerán otra igual. Ninguna estará dispuesta como yo a entregarte el manjar que te estás perdiendo. Envuelto en una red de cansancio y de pesadumbre, el hombre desconoce cómo salir del sueño. No sabe qué le azora más. Si el frío tajo invisible sobre su cuello o no haber catado la fruta servida por la doncella.



(Fotografía de Katia Chauseva)

domingo, 10 de mayo de 2009

Fotogramas



“El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera”

L.P. Hartley, El mensajero.


Tuvo siempre esa sensación. Nada de lo que dejó atrás le era extraño. Pero a pesar de todo se sentía extrañado. No era posible volver. No porque lo deseara, sino porque hubiera querido corregir. Pero no se vive en la corrección, sino en la improvisación. La vida consiste en únicos asaltos. Un instante al que sucede otro y a éste otro y así hasta el olvido. Pero cada momento es un asalto, irrepetible. Si se intenta aplicar una lección aprendida, ¿hasta qué punto vale para resolver la siguiente pelea? Se pregunta si es posible reconocerse en el pasado. Cree que sí, porque no se piensa el pasado, sino que más bien se siente. Al rescatar imágenes lo revive, acaso no muy fielmente. Y tal vez lo adultera, inconscientemente o a propósito. Pero al sentirlas se vincula. No es el pensamiento, sino las emotivas sensaciones las que rescatan al hombre de aquel país, la que le permiten atravesar cada frontera cotidiana. Ciertamente, hay referencias, lejanos ecos, oscurecidos cuadros y fotografías. Cuando se ejercita la memoria de aquellos territorios extrañados se hace por secuencias aisladas unas de otras. Como aquellos fotogramas de películas que en la infancia corrían en manos de los chicos, producto de mil y un cortes de los vetustos cacharros de proyección de los cines. No se veía la película en cada fotograma, pero se vivía la escena, se tocaba la imagen, se proyectaba lo imaginario. Vemos así nuestra vida pasada como esos trozos de celuloide, amputados, separados del resto del film, contrapuestos a la luz para rescatar más visión. Volvemos a registrar las escenas, como los cuadros en blanco y negro de un tablero de ajedrez que se ha ido jugando por inercia y con riesgo. Escenas impregnadas de olores, impactos, sentimientos, sugerencias, excitaciones. Y nos convulsionan. Sin tener el argumento elaborado y, menos aún, comprendido, aceptamos reencontrarnos con lo que nos afectó y lo que nos entusiasmó, con lo que nos generó rechazo y lo que nos atrajo. Hasta qué punto quedan residuos en nuestro subconsciente o forman parte de los pilares de nuestra personalidad es un enigma. Lo enigmático reside siempre en lo extranjero. Nos hemos ido desposeyendo de situaciones, de tiempos y de rostros. Pero estamos hechos de todo eso, concentrados en una argamasa impura pero sólida, más de lo que pensamos. A prueba de piqueta de los asaltos inusitados de los años maduros. Francamente, la ironía del escritor Hartley le parece al hombre una buena observación.


(Fotografía de Leo Matiz)


Apacíguame



Esta incesante tormenta
donde cada rayo que me toca
me hace crecer

donde la lluvia generosa me empapa
hasta hacerme tierra
y su fecundidad

busco vanamente en ella
mi apaciguamiento

sé que debo ahogar los gemidos
que comparto con el viento
para aplacar la lacerante violencia
de mi carne

antes de que me destruya


(Fotografía del griego Stelios Tsagris)

sábado, 9 de mayo de 2009

Indalecio y Jayyam



Ayer me contaron lo de mi abuelo. Es probable que ya lo supiera, pero nunca lo había valorado y ahora la distancia del tiempo me hace apreciar su sentido.

La tarde en que murió mi abuelo, en un lejano y deprimido otoño español, Indalecio llamó a uno de sus nietos mayores, le dio tres pesetas y le pidió que le trajera un porrón de clarete de su taberna habitual.

Mi primo fue diligente y raudo a la bodega, a unas pocas calles de la casa del enfermo, pagó el porrón y lo llevó hasta donde yacía nuestro abuelo, aquejado de una especie de gripe repentina, cuyos elevados efectos febriles eran preocupantes pero no amagaban aparentemente un deterioro mayor.

Desde su lecho, mi abuelo Indalecio, acusando tal vez una conciencia clarividente de su estado que el resto de la familia no sospechaba, le regaló a mi primo una cartera que contenía veinticinco pesetas y le pidió que le ayudara a beber del pitorro. Mi primo observó que según apuraba el abuelo la boquilla del porrón sobre sus labios se iba quedando dulcemente rígido, y que por la comisura de sus labios le corría un hilillo de vino, cual último hálito de su esforzada y azarosa existencia.

Acostumbrados como nos ha tenido la iconografía religiosa a la extremaunción, a los últimos auxilios espirituales y a otras zarandajas absolutamente estériles, mi abuelo se había refugiado, a través de esa verdadera llamada interior que sólo los moribundos saben escuchar y distinguir, en un último deseo que fue capaz de expresar y satisfacer.

Es ahora cuando comprendo la decisión valiente, libre y decidida de mi abuelo que entronca con el valor hondo de los Robaiyyat del persa Omar Jayyam, tal como estos versos...

A los labios del jarro uní ansioso mis labios
pidiéndole una ayuda para mi larga vida;
sus labios en mis labios, me dijo sigiloso:

bebe vino, que al mundo nunca más volverás.

viernes, 8 de mayo de 2009

El blasfemo y los justos



Los observantes de la Ley alzan la mano y arrojan la piedra contra el disidente. Se erigen en autoridad indiscutible de la fuerza bruta. ¿Han traicionado los libros sagrados o los ponen en práctica?

El blasfemo no tiene opción. Es blasfemo porque dijo lo que ellos no querían oír. Es blasfemo porque se cree con derecho a tener opinión y a exponerla públicamente. Es blasfemo porque dice la verdad.

Los ejecutores presumen de hombres justos. Pero toman un arma y la empuñan con ardor y de manera visceral. Ahora presumen de hombres más justos todavía. Ellos son la Justicia, la hacen cumplir y prevén los límites de la Ecuanimidad.

El castigado expone su cuerpo al oprobio y a la indefensión. Pudo evitarlo si hubiera callado a tiempo. O si se hubiera retractado a tiempo. En vano esperaron sus verdugos una señal de rectificación. Él no es de los que se arrepienten.

Los sumos Protectores Morales de la Sociedad se revisten de ceremonial, incluso para la ocasión de muerte. La muerte exige previamente castigo, condena y ritos. Lo más importante es ritualizar la ejemplaridad para lección de otros hombres tentados a la discrepancia y a hacerla valer. Qué mejor ejemplo que la pérdida de la vida. La reducción al valor cero.

El reo sólo se aparta de la escena mostrando desesperadamente su desnudez. Está desprovisto de toda defensa, de toda compasión, de toda solidaridad. De todo menos de su desnudez. Arrogante, exhibe su complexión atlética, inútil ya.

Los sayones se transfiguran en rostros de odio. Encarnan en su unísona actitud la herencia de otros dignatarios que les antecedieron en la fe, en la observancia y en el cumplimiento preceptivo. ¿Les reconcome el orgullo y la resistencia de la víctima? No, les devora sólo la actitud consecuente y firme del perdedor.

El renegado se retuerce no para evadirse físicamente, algo impensable, sino para reforzarse y crecer. Crecer antes de perecer. Reforzarse en su ética personal frente a la inmoralidad de sus acusadores. Autoafirmarse en sus convicciones. Reniega de la violencia y de la muerte. Paga el precio de su libertad.


¿Dónde fructifica, pues, la virtud? ¿Dónde habita la piedad?


(A propósito de la interpretación pictórica de William Blake)

jueves, 7 de mayo de 2009

Cita con Anne Koltz




En la pugna cotidiana de los compromisos, el Yo cree satisfacerse, pero en realidad se pierde. Tiene que conceder tanto que no sabe bien de qué manera le gratifica o le castiga. Los planes por los que se rige no siempre coinciden con aquello que de modo difuso o con claridad se anhela, ni mucho menos. De hecho el verdadero anhelo nunca se reviste de plan, sólo es impulso. Y afecta a su Tiempo. En ese combate con lo que se toca, pero no satisface, se quedan por el camino ilusiones, sueños y una porción nada desdeñable de intentos sin cuajar. Pero el Yo no renuncia a nada. Ni siquiera al cansancio. El cansancio es una espada damocliana que sólo puede ser conjurada por los espíritus audaces que no conceden fácilmente su rendición. Al Yo no le perturba a determinadas alturas de la vida ni el transcurso, ni la merma, ni la emulación a la que constante e inútilmente podría verse tentado sin demasiadas posibilidades de éxito. Al Yo le refuerza su propia trayectoria, la curiosidad y la sed. Ya no padece tanto, aunque no se muestra libre de las acechanzas. Ni le hiere que la frontera entre orden y desorden sea frágil o se diluya. Por eso, el Yo comprende los versos de la poeta cuyo Yo, igual que el de él, navega aguas semejantes y desafía riesgos análogos.


No sé
si vivo en el orden
o en el desorden

Si hoy es ayer
o mañana

o ambos a la vez

(Anne Koltz, Chants de refus. Cantos de rechazo)

miércoles, 6 de mayo de 2009

Quimera




El animal se diluía ante mis ojos. O acaso era yo quien se iba disolviendo, y mi mirada hacía languidecer los objetos. La configuración de la fiera fue alterándose y cuanto más se modificaba menos me parecía ella y más se metía dentro de mi. Entonces se reveló. La quimera me miró de frente a través de sus dos globos viscosos, y proyectó sus extremidades como un abanico. A cada movimiento de su dispersión me mostraba una escena de alguna de mis vidas anteriores. Pero las imágenes también aparecían corridas, de tal modo que los personajes eran imprecisos. Me levanté y, en medio de las tinieblas del cuarto, traté de comprobar sensorialmente que yo era real. Hice por encontrar los límites de la cama, acariciar el jergón, golpearme con la cómoda, incluso empujar la jofaina y verter al suelo el agua. Pero me resultaba imposible medir las distancias y tuve la sensación de estar moviéndome apenas unos centímetros de mi posición. Necesitaba localizar el espejo. No podía fallar. Dicen que los espejos guardan las imágenes de la última vez que nos vimos reflejados en ellos. Pero tenía que encontrarlo. La noche era extremadamente borradora y en ella los puntos cardinales se extraviaban. Desplazadas las referencias visibles que en otro tiempo tenía mi habitación, intenté echar mano de la memoria. Siempre había sido muy ordenado, incluso excesivamente maniático, y había inspeccionado mil veces la disposición y los márgenes de cada mueble y cada cuadro, la geometría de la alfombra, el tamaño del marco de la ventana y de las jambas de la puerta. Moví la cabeza en todas las direcciones, a ciegas, dejándome llevar por el eje de mi propia columna vertebral y efectuando movimientos inertes en cruz. Invoqué a aquel signo que fuera consecuente y me redimiera. Pero este ejercicio no me proporcionó atisbo de luz alguno. De pronto me pareció vislumbrar un brillo que se adaptaba a una forma cóncava. Me dirigí en su dirección con las manos extendidas. Fuera lo que fuese tendría que encontrar un límite. Avanzaba con precaución, pero la visión no se aproximaba a mi. Era como si no recorriera distancia alguna. Al principio temí golpearme contra la pared, y hasta la idea me resultaba agradecida. Al menos encontraría una arista, un lado de aquel perímetro absolutamente difuso. Agilicé mi cuerpo y me lancé bruscamente. Pero no hallaba nada a mi paso. De pronto temí que, aunque no me topara con objeto ni limitación alguna, el riesgo podría venir de lo que hubiera o no hubiera bajo mis pies. No hay objetos, me dije, no hay o al menos no están cerca los tabiques, me dije, pero ¿y si tampoco los límites están en el suelo? La idea de caer me estremeció más que la de golpearme con algo. Nunca he soportado la imagen de perder pie y adentrarme en el vacío. Los cuerpos se precipitan a una velocidad imparable. Lo había visto en infinidad de películas. Incluso los sueños deparan caídas vertiginosas que desplazan a nuestra mente y nos dejan abandonados a una suerte de espanto que nos atenaza. Mis pasos se volvieron entonces más prudentes. Anduve adelantando las puntas de los dedos de los pies, procurando convertirlos en garras que se sujetaran en caso de necesidad al borde de cualquier grieta imprevista. Concentré en ellos toda mi capacidad mental, tratando de dotarles del máximo de sentidos. Todo podía ser útil: el olfato que detectara un aire, los ojos que adivinaran una leve luz, el oído que atendiera un roce. Nada me daba seguridad. Intenté retroceder para acostarme nuevamente en la cama, pero con el ajetreo no di con ella. Cansancio. La mirada felina permanecía en alguna parte de la habitación, agazapada, como el animal mismo. Me llegaba su miasma cálido. Me dejé caer y mi cuerpo se adaptó absurdamente al suelo. Mis manos no tocaban el piso. Sentí arder el pecho. Fui intuitivo dirigir la mirada hacia él, aun sabiendo que desafiaba la oscuridad. Allí vi refulgir un rostro invertido. Unos ojos brillantes donde me reconocía, aunque no fuera mi imagen. Seguía dudando.

martes, 5 de mayo de 2009

A punto



No robas nada. No crees en los derechos de autor. No te reafirmas en propiedad alguna. Estas letras, como la vida, deben ser un pasar de mano en mano. Tanteas las yemas para labrar un pasadizo. Desde lo deseado hasta lo esperado. Desde tu mente hasta tu intención. Desde tu voluntad hasta tu boca. Desde tu corazón hasta la acogida que se fragua en un hombre anónimo. Tus arrugas saben. Los nudillos son haces extendiendo un sol. Trazas un gran ojo que mira y absorbe. La arquitectura del gesto va cubriendo la impiedad del vacío. Atemperas la razón y ésta se afianza. Todo está a punto. Sólo seremos fuertes -no necesariamente poderosos- si volvemos a tendernos la mano. Y con las manos aún se puede hacer tanto...


(Y la fotografía es de Angèle Etoundi Essambla)

domingo, 3 de mayo de 2009

Adherencia


Llega un momento de la noche en que nada es. Nada se posee, nada se siente, nada nos ocupa. No es que nos encubra la oscuridad, no es que nos capture la inconsciencia, no es que nos sintamos desprovistos. Ni siquiera las sensaciones nos rescatan, ni los sueños nos consolidan, ni el pensamiento nos nutre. De pronto la alteración de un ruido, acaso imaginado. Levantarse inquietos, dar la luz del cuarto y negársenos. Palpar vacíos, avanzar pasos tímidos, temer un precipicio bajo los pies desnudos. Conjeturar que aquel es el mundo en que vivimos, que olvidamos ya el anterior, sin saber cómo. Una máscara fosforescente se aproxima para mostrarnos hasta qué punto se apropia de nosotros el animal que llevábamos dentro sin reconocer y se instala de pleno. Sin tiempo para aceptar o rechazar su inminencia. Como una fata morgana su rostro queda fundido en el lugar del que ya no encontramos. Arde lo que queda del hombre anterior. Tras consumirse, la duda de una nueva visibilidad, la presencia de unos rescoldos inútiles.


(Las fotografías de estos tres últimos posts están realizadas a distintas velocidades de obturación sobre el videorretrato Ivory, uno de los Voom Portraits de Robert Wilson)

Proximidad


Te mueves, sin ruido, imperceptiblemente. No saltas, porque no me temes. Pero te alzas ligera para volver a olfatear mi presencia y reconocerme. Mantienes tu cuerpo menos alejado. En esa proximidad aprecio más tu contorno. Y adivino en tu rostro profundo y benévolo un laberinto de interrogantes. No dejas pasar inadvertidamente mis escasos movimientos. No cesas tampoco de preocuparte por mi pose inerme, que no comprendes. Cuando cierro los ojos, no te alteras. Sé que no vas a aprovecharte de mi sueño. Nada de mi superficie se mueve, ni siquiera al respirar. ¿Y si estuviera muerto? ¿Te interesarías por mi si mi cuerpo se hubiera enfriado? ¿Te atraería mi carencia de olor, la congelación de mis líquidos, la acidez de mi piel, la privación de luz en mi superficie? Probablemente sabes de mi más que yo de ti. Apenas te intuyo, apenas te distingo sobre el fondo metálico de la noche. No me cabe duda de que al abrirse la puerta de mis sueños extravié los deseos. Ambos no son buenos compañeros de viaje. O se desea o se sueña. Nada se toca si ambos quieren vivirse en el mismo plano. Nada se realiza si no se elige.

Pantera



Apareces en mis noches inquietas, en mis huecos febriles. En esos espacios insomnes en que todo se reduce caprichosamente a límites inapetentes. A ausencias consumadas. A tentaciones desesperadas. Surges majestuosa desde un territorio oscuro. Tu contorno apenas se delimita con él. Me miras aún lejana. Me observas, me tanteas, recorres las páginas de mi vida. Tu imagen se mueve y lentamente va adquiriendo perfiles. Quiere sugerir nitidez pero mantiene la distancia. Quieres estar y no estar. Deseas acercarte pero no te atreves. Me rodeas, das un paso hacia mi, retrocedes otro. Si yo suspiro y el vaho invade la habitación fría, vas un poco más atrás. Si contengo la respiración, te pones en guardia y preparas una nueva acechanza sobre mi. Te paras. Reposas, sin perder tensión. No me quitas ojo. Me ves mejor que yo a ti. No sé quién eres. No sé si vienes a traerme paz o destruirme. No sé siquiera qué haré. Esperaré tus movimientos, aun sabiendo que estoy en desventaja. ¿Qué pretendes de mi? Otrora ya te di cuanto fui capaz, cuanto de mi pasado se extractó en un instante. Cuanto de mis sueños inalcanzables bulló sin configurarme del todo, sin que me tomaras del todo. Pantera atormentada que transmites tormento. Ambos sabemos que la distancia nos une, que la ansiedad nos reclama, que la indecisión nos aleja. Me deslumbran tus lomos plateados, como si la negrura de tu pelambre fuera mi propia negrura. No puedo mirar para otra parte. Me debilito. Extraño sudor secretado desde no sé qué parte de mi abismo.

sábado, 2 de mayo de 2009

Entre el duelo y la desposesión


Me llega una voz, una voz que dice que sufre y no se encuentra, que anda perdida y no sitúa los términos en los que debe vivir, eso dice la voz. Y dice también si no será efecto del duelo, pero el duelo, ¿a qué le enfrenta? ¿Solamente a la pérdida de un ser íntimamente querido o a otras pérdidas que se arrastran en cadena o de modo casual? Algo muere en mi cada vez que un hombre muere, dice un proverbio. Pero si ese hombre que muere es alguien que te significa, cercano físicamente o cercano significativamente, qué más da, ¿qué hay dentro de ti que te hace pensar que si estás perdiendo no vas a poder superarlo? Y lo que pierdes hoy, ¿no puede ser acaso un reforzamiento de tu interior y, por lo tanto, un hallazgo de mañana? Esa desprovisión inmediata de cada uno de nosotros ante una pérdida importante, ¿tiene que significar nuestra claudicación? Entendible es nuestro derrumbe, puesto que cualquier pérdida, física o de objetivos, nos desarma y nos desorienta. Se requiere tiempo y recapacitación para entrar en una etapa nueva. Nada nos puede privar del dolor, obviamente, pero rendirnos a él en vez de ponerle fecha de caducidad, ¿a qué nos conduce? Pienso en ello, mientras me topo con uno de los capítulos -titulado precisamente El duelo- pertenecientes al libro Impromptus, del filósofo francés André Comte-Sponville. Reproduzco un par de párrafos inciales, sumamente interesantes.


"Se piensa primero en la muerte, porque ése es, si no el origen de la palabra, por lo menos su campo semántico ordinario. Estar de duelo es estar sufriendo, ¿y qué peor sufrimiento que la pérdida de un ser querido?

Pero la palabra es susceptible de mayor amplitud. Hay duelo cada vez que hay pérdida, rechazo, frustración. Entonces lo hay siempre: no porque alguno de nuestros deseos no sea jamás satisfecho -no somos desgraciados hasta ese punto-, sino porque nunca lo serán todos ni definitivamente. El duelo es esa franja de insatisfacción o de horror, según el caso, por la cual lo real nos hiere y nos posee con tanta más fuerza cuanto más nos atenemos a lo real. Es lo contrario del principio del placer, o, más bien, ese por qué o contra qué fracasa. El duelo es la afrenta de la realidad al deseo, lo que señala su supremacía. ¿Principio de realidad? No. Éste sólo es una modificación del anterior (se trata de gozar a pesar de todo), y el duelo es su fracaso. Por esto el duelo se sitúa del costado de la muerte, en primer lugar y por mucho tiempo: la muerte es sólo el fracaso último que borra todos los otros (es el fracaso sin duelo, o que deja a los otros el cuidado o el trabajo). El duelo es como una muerte anticipada, como un fracaso, y muy doloroso porque no es -no puede ser- el último. Estar de duelo es estar sufriendo, en el doble sentido de la palabra, como dolor y como espera: el duelo es un sufrimiento que espera su conclusión, y por esto toda vida es duelo, siempre, porque toda vida es dolor, como decía Buda, en busca del reposo..."

El efecto del hombre sobre las lagartijas



A veces las lagartijas confiadas se suben a las barbas. Efectos del sol calentando los rincones fríos del hombre. Entonces pones la mano, no te mueves, contienes la respiración y te recorren como si fueras parte del pedregal al que están acostumbradas. Sin embargo, las lagartijas son muy sabias. Detectan la temperatura basal del cuerpo humano. Esto las sumerge en una tensión equívoca. Agradecen el calor de la materia que recorren pero desconfían del paisaje. Permaneces fiel a sus movimientos. No quieres desproveerlas de sus necesidades. Tampoco te confundes, tú eres un cuerpo y ellas son otro. Tan diferentes. Las lagartijas lo tienen claro. Entonces, ¿por qué se fían de manera extraordinaria? Porque las mimas. Te dejas hacer para que su desplazamiento ágil te agite. Para que su lengua te trasmita otras humedades. Para que su tacto cosquillee tu piel y te arroje de la insensibilidad latente en la que últimamente adormeces.

viernes, 1 de mayo de 2009

Te llevamos, Idea


Idea Vilariño murió el martes pasado. Le dedico estas letras.


Y vas y dices
me he ido
me he ido otra vez
me fui tantas veces


¿Quién dice que de este viaje
no vuelves?
¿Tu cuerpo?
¿Y quién es tu cuerpo
para creer que abandona la rabia
y esa propiedad directa de amar
las palabras?

Y vas y sueñas
seguiré estando
y escribiré más cartas
y desgarraré anhelos
y siempre amaré
aunque sea la desesperanza


No es tan inútil soñar

Tus poemas
agónicos suspiros
te acompañan por caminos ásperos
y a mi también

No es tan inútil

Uno de Mayo, Fiesta del Hombre Mercancía


Fiesta. ¿Qué fiesta? La del hombre mercancía. O la de la mercancía humana. Como se quiera. Lo demás, es exaltación para ilusos. Día del orgullo obrero, se diría ahora. Pero, ¿basta sólo el orgullo?

Mientras las relaciones de trabajo no se modifiquen sustancialmente, el hombre seguirá siendo más objeto que sujeto. Será siempre otro. Será siempre lo que los que controlan la riqueza quieran que sea. Hoy, es más mercancía que nunca. Como productor y como consumidor desaforado. A merced de los dueños del capital y de los vaivenes a los que estos someten al mercado. Además, no hay un solo tipo de trabajadores. No sólo existe la diferencia entre trabajadores de países desarrollados y de los emergentes y del inframundo. Hay toda una escala diferenciada en cada una de nuestras sociedades supuestamente avanzadas. El otrora homo laboral sufre hoy su desdoblamiento más exagerado como homo consumidor. El embarque en toda una serie de objetivos de compra sin fin condicionan a su vez su papel original de productor, lo extorsionan, tal vez lo alienan más. El nivel de consumo marca la propia autocensura obrera. Nadie quiere arriesgarse a cuestionar las actuales relaciones de producción para no perder sus pequeñas o no tan pequeñas satisfacciones de consumo.

El embarque está servido: el empleado, el obrero, vive más que nunca entre dos aguas, entre dos mundos, entre dos inseguridades, en una permanente esquizofrenia. ¿Conciencia de clase? ¿Qué conciencia? ¿Qué clase? Cuesta tenerlo claro. Y sin embargo, en estos tiempos en que el nivel de consumo nos ha hecho creer que vivimos en el mejor de los mundos (otra cosa es si se compara con los que están peor, pero el argumento falaz no me sirve), sigue existiendo una vena latente en un cuerpo al que no le basta sentirse orgulloso. El orgullo de los de abajo no me satisface. Tal vez, este día festivo, este Uno de Mayo de la ilusión pero no de la posesión efectiva, debería servir para meditar más. No por el día en sí, sino porque las últimas circunstancias mundiales propician informarse, debatir, o simplemente hablar sobre los límites. Los de un ente abstracto al que llamamos sistema, los de unos entes oscuros y muy concretos llamados poderes fácticos y los nuestros, los de los ilusos que queremos dejar de serlo.

Propuesta para hoy: trasladar el mensaje de la revuelta contra la ilusión vana para proponernos tocar el cambio. ¿Soy todavía más iluso?


(Fotografía de Susan Meiselas)