"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 2 de junio de 2008

La nave de las letras


Nos adentramos en lo más profundo del océano, varios días ya de nuestra partida, allá donde el aire cálido de la lejana patria no es sino recuerdo. La nave viraba por la acometida de los vientos, mientras un cielo cada vez más oscurecido se cernía sobre nuestras cabezas. Los hombres de a bordo comenzaron a sentirse inquietos. El patrón trataba de tranquilizarnos a todos. A los hombres libres, con el señuelo de la tierra generosa que nos esperaba por delante. A los penados, recordándoles que con este viaje salvaron al menos su vida y, si se superaba la prueba, podrían obtener el perdón. Una vez más se manifestaba la lucha entre los elementos, como si fueran instancias separadas y opuestas. Las fuerzas de la naturaleza contra las fuerzas de la condición humana. El oleaje arreciaba, la tormenta se manifestaba contundente y despiadada. No sabíamos qué podía ser peor, si caer fulminados por los rayos o vernos devorados por las aguas implacables que podían enviarnos al fondo del mar en cualquier momento. En medio de aquella acometida enloquecida, ninguno de los hombres parecía ser el mismo que en tierra. Ni los esclavos, a los que el patrón había librado de sus grilletes, se comportaban como tales, ni los hijos de las honorables familias de comerciantes demostrábamos mayor serenidad ni fortaleza de ánimo que aquellos. Cualquier visitante que se hubiera presentado en aquel momento no habría distinguido entre hombres sometidos y hombres emancipados. Diríase que la contumacia de la galerna podía con el arraigado ordenamiento de las costumbres y las diferencias de casta de los embarcados. La encarnación de los hombres que viajábamos fuera de control en aquella nave pertenecía ya a otro mundo y a otro tiempo. Nadie tenía en cuenta ni su procedencia, ni su naturaleza, ni su lengua, ni su temperamento, ni su fe. Unidos por el destino común de un último esfuerzo que nos permitiera mantener el control de la embarcación, parecía que todos formábamos parte de una nueva estirpe humana, improbable y desconocida. ¿Nos había transformado el temporal en una especie sobrenatural que nos proponía un pacto de fortuna? Ni los conocimientos técnicos de los marinos más avezados, ni las oraciones de los creyentes más observantes, ni la posición social de los más nobles, ni la fuerza bruta de los galeotes más osados contaban ya contra le ley de las tinieblas. Pero fue en ese pulso con la noche y la proximidad del fin, cuando todos los hombres de la embarcación comprendimos que lo importante no era ya el origen sino nuestro destino. No tanto dónde habíamos nacido, ni cómo habíamos llegado a ser lo que éramos, ni qué triunfos nos había deparado la existencia, ni qué castigos nos habían hundido en la servidumbre. Nadie veía ya otro destino que la supervivencia y nadie apreciaba otro bien que el apoyo que nos permitiera lograrla. Como una revelación, los hombres nos miramos unos a otros a los ojos, apenas reconociéndonos en nuestros andrajos y en nuestros cuerpos maltrechos. Todos nos ignoramos en nuestra calidad anterior. Volcados en el esfuerzo superior por mantener la nave a flote, no advertimos que se aproximaba el alba. Fue como una premonición. En aquella aún lejana franja granate que llegaba desde el horizonte venía también la disolución de la tempestad. Poco a poco los vientos aflojaron, el oleaje fue amansándose, las nubes se recompusieron ajenas a su carga intrépida y el bajel se estabilizó. Fue un milagro que el deterioro de éste no hubiera acabado con todos nosotros. Jamás podré olvidar el rostro de satisfacción y de olvido que teníamos todos. A partir de entonces nadie mencionó procedencia alguna. Ninguno de los embarcados, ni tripulantes ni presos ni comerciantes ni estudiantes, deseó hablar del origen ni de su búsqueda particular ni de su yugo. Yo, Muhamad Ibn Hachid, el calígrafo, doy fe de esta manifestación en que las fuerzas naturales pactaron con la condición humana para procurar su salvación.

2 comentarios:

  1. Fackel estupendo texto en el que se mece y se salva la misma metáfora.
    Buen día

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  2. Uno lleva en su sangre todas las tradiciones, ¿no crees? Se limita darlas salida. La vida, ¿como metáfora, tal vez?

    Buen día soleado, pues.

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