"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 29 de noviembre de 2007

Días nonatos



Hay días que no nacen. Días que existen porque lo dice el calendario. O porque los mensajes en el outlook se acumulan sin respuestas. O porque te arrastra un ritmo de quehaceres que apenas te deja margen para comprobar si ha habido tránsito alguno del ayer al hoy. Días cuya fecundidad es absorbida desde el primer rasguño de la madrugada y no sobrepasan la oscura demarcación de la niebla. Días que no parecen amanecer nunca. Que intuyes que no van a llegar a ser. Y te pones en la calle y te dejas caer en el asiento de un autobús, donde cierras los ojos, porque tal vez no los has abierto todavía del todo. Quieres encontrar belleza en esa opacidad que envuelve en silencio los objetos. Pero no la ves. La ciudad no sabe representarse sino en la extraviada y ficticia luminosidad sobre la que se reproduce mercantilmente. La niebla que calza las aceras la ignora, la merma, la desprecia. Ha desaparecido toda huella de brillos, los perfiles de los grandes edificios no se tocan, los trazados se han extraviado en la turbulencia del caos. Desde tu apoltronamiento en un rincón del autobús, tu sueño que no cesa advierte otro paisaje donde la niebla es hermosa. Donde los recodos de los ríos y el espejo de las laderas adquieren la imagen de un manto que se va descubriendo generosamente a tu paso. Donde la boira se mueve en estratos ora veloces ora calmos que acaricia la geografía, pero también la mirada. Y te cautiva el curso silente de unas aguas, la carencia de sonidos, la ausencia de aire, la quietud de los ramajes. Tanta seda arrebujando un territorio que parece más bien un origen. Tanta recreación que simula un destino. Y tú te ves desplazándote y extendiendo los brazos con euforia para poseer los discretos filamentos de la luz que no logran traspasar el cristal por donde diriges, sonámbulo, tu caminar. Y abres la boca para que te afinen el paladar los olores que el rocío va ofreciéndote. Y desmadras tus pupilas para incorporar los tonos, los dibujos, las humildes arquitecturas de la naturaleza. Te divide de pronto una brusquedad. Alguien sacude tu hombro y te indica que aquella es la última parada. Afuera sigue la niebla y la percibes más densa todavía, y temes que va a cubrir de negrura y de alteración las horas que tienes por delante.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

La durmiente



En su último sueño a ella le pareció escuchar pisadas quedas. Se le representaba el eco de un sonido apagado, como si fuera producido por el desfile ordenado de una serie de caminares pausados. No lo veía con claridad, pero le parecía que una pequeña legión de hombres articulados, como aquellos que los aprendices de dibujo utilizan con frecuencia para tener en cuenta las proporciones, se deslizaba una y otra vez arriba y abajo de su cuerpo desnudo. Cuanto más se aferraba a la almohada, más se repetían los paseos seriados de los hombrecillos inermes. Su trabajo como modelo en un estudio de pintura por las mañanas y en otro de fotografía por las tardes la había extrovertido de tal manera que ni sus sueños parecían propios. Ella se había entregado de forma tan exclusiva a la observación de aquellos ojos que intentan percibir las dimensiones del objeto y de aquellas manos que tratan de obtener los trazos o los encuadres, que era prácticamente el centro de una aprehensión. Durante las sesiones, ella se evadía reduciendo el pensamiento, espantando las tensiones, desvinculándose del círculo de artistas en ciernes. Eso sí, transcurrido el horario laboral, ella se transformaba espontánea pero convictamente en pura posesión de sí misma. Se recluía en su casa, cocinaba por el mero hecho de disponer de otro arte entre sus manos, acariciaba a su negro pastor belga, escuchaba sonatas, leía, se dejaba llevar sensorialmente por un aseo prolongado. A veces citaba a un pequeño grupo de amigos, siempre elegidos por ella misma, y en aquellas veladas que podían durar hasta bien entrada la medianoche se limitaba a observar a los invitados, hasta que ellos se convertían en sustancia parlanchina, en objeto de ebriedad pacífica, en amarga materia abandonada a sus soledades y confidencias. Pero los sueños la traicionaban. En los sueños su vida seguía siendo una prolongación de las miradas ajenas. Sólo que en ellos, era ella misma la que se contemplaba, la que se distanciaba y se aproximaba y se colocaba de perfil o debajo o aérea, para captar todos los ángulos posibles de su corporeidad. Nunca se veía reposando sobre un sofá o durmiendo en una cama, sino que en sus apariciones oníricas adquiría las posturas más intrincadas. Se veía yaciendo sobre el techo de un tren, postrada cómodamente sobre una tumba, rendida sobre las tapias de una obra en construcción, hecha un ovillo sobre el regazo del conductor del autobús, flotando sobre las ramas de un árbol de generosa densidad. Esa propensión a soñarse durmiendo en los sitios más aparentemente inestables la dejaban perpleja al despertar. Pero jamás se había sentido tan relajada, ni su cuerpo lucía tan esbelto al ejercitar los estiramientos de la mañana. Tras el último sueño aún le picaban ciertas zonas de la piel. Cuando se metió en la ducha tuvo que frotar con cuidado pero con tesón y firmeza sobre el eje de su propia columna vertebral. Las huellas recurrentes de aquella procesión de figurantes nocturnos no se habían borrado simplemente por el hecho de haber amanecido a un nuevo día.


(Creación de Zademack)

domingo, 25 de noviembre de 2007

Jacqueline


Valle, espíritu, inmortal;
se llama la hembra misteriosa.
El umbral de la hembra misteriosa,
es la raíz del cielo y de la tierra.
Sin interrupción,
parece existir siempre,
su eficiencia nunca se agota.


Quiere acabar etéreo el domingo. Se abandona y desconecta. O trata de entrar en otra dimensión. Se deja llevar por Jacqueline. Una manera de conjurar la actividad frenética que su condición asalariada le deparará los próximos días. Vibra en su propio silencio con los sonidos de Mendelssohn, Haydn, Saint-Saëns o Elgar. ¿O es la dinámica propia del violonchelo que no cesa? ¿Es la intérprete la que refunda a los monstruos de la composición? ¿En quién pensamos los oyentes cuando nos atraviesa la música? ¿En los creadores o en los intermediarios sin los que aquellos no existirían? ¿O ni en los unos ni en los otros? ¿Es tal vez nuestra receptividad la maga de la historia? ¿Es la caja emocional de cada individuo la que reconstruye para sí la música? Pero acalla sus preguntas. Sólo escucha. Sólo se conmueve. Cierra los ojos. No se ve. Se desposee de sí mismo.

(Una vez más, el Libro del Tao, al que corresponden los versos de entrada, es un buen manantial de sugerencias. A finales de octubre se han cumplido veinte años de la muerte de Jacqueline du Prés. Una vida ying yang: rica en creatividad, aciaga en la némesis que le esperaba. El oyente, agradecido a la parte que ella ha puesto en su alma)

viernes, 23 de noviembre de 2007

Fundido en blanco

























De quién huyes entre los detritus. O a quién recibes en el estercolero. Acaso se trata solamente de una carrera cuya ida y vuelta transcurre sobre la misma línea. El recorrido que no podrías hacer de otra manera. Demasiado endeble la estructura a tu alrededor. El barrio se desploma mientras te buscas la vida como si hubiera otra. Lo posible no es lo probable Si te alejas de él unas horas es para retornar con menos esperanza. Acosada por la luz intensa corres contra ti misma. Muchas bocas te preguntarán. Muchas manos te rozarán. Muchas miradas se deslizarán sobre tu piel. Sentirás ese desaire contra el que intentarás sobreponerte. La civilización de la apariencia nace con el residuo infecto dentro de sí misma. Su crecimiento es su agotamiento. Eso justifica que te aproveches. Tú tanteas las demandas. La brevedad se repite, te refuerzas en esa mínima idea: todo dura escasamente, todo sucede acordadamente, pero no siempre de manera leve. Tanta carrera por la misma estrechez te va consumiendo. Quizá lo controles, quizá sepas poner un límite. Quizá ese destello exagerado que te acucia se funda y el paisaje que te encuentres sea diferente. ¿Pero existe?

(Fotografía de Daido Moriyama)

jueves, 22 de noviembre de 2007

Contacto


(Indagaciones IV)

Su piel sonrosada ha sido tocada por el viento inclemente de la costa. Se ha tomado el día para acercarse hasta uno de los cabos más septentrionales. En el mesón le habían hablado de los faros que jalonan las radas dispersas, de uno de los cuales se dice que fue fundación vikinga. Quiere verlo. Ha madrugado y tras efectuar un breve recorrido en el tren que sigue ruta hacia la capital de la provincia ha tomado un taxi, que le ha conducido hasta la aldea de pescadores. Apenas se ven vecinos. Las tareas exigen dedicación a la gente activa y el clima sentencia el recogimiento de los ancianos en las casas. El día está claro, pero el viento se desplaza en líneas transversales y compromete el paso del caminante. Se sujeta el sombrero con fuerza; la bufanda aletea en torno a su cuello y el gabán ondula como todo su cuerpo, proa a los acantilados. Siente una humedad afilada troceándole las ingles. Anda a pie los escasos dos kilómetros que hay hasta el cabo. Los recorre quebrándose sobre los perfiles de un suelo rocoso, pobre en vegetal, nutrido por una capa de sal extremadamente densa. Mar adentro crece una neblina aparente que esconde la misma línea del horizonte. El faro simula antigüedad, pero no descubre en él la fama legendaria que le habían comentado. Tal vez es sólo mito. Y como todos los mitos se trata de palabra dispersa, de consumación de una historia en la que nadie cree ya y que no sirve para nada. Los mitos tienen sus límites. A veces simplemente caen en el olvido o hibernan esperando otro tiempo, otra oportunidad donde tener de nuevo un significado para los hombres. Piensa que acaso está reconstruido. Demasiadas guerras en el siglo y en los anteriores como para pretender que permanezca incólume. Puede que ni siquiera sea aquél el emplazamiento antiguo. Ni siquiera los faros encarnan la referencia inasequible, en tiempos en que las banderas, los himnos y las doctrinas se muestran quebradizas. H. Winckelman se palpa escéptico hasta de las piedras. Valora los monumentos en su justa apreciación; no gusta de convertirlos en símbolos aunque se extasíe ante ellos. Se sorprende por la base cuadrangular del faro. Un edificio, más que un armazón, de piedra y ladrillo rematado por un lucernario amplio que vigila todas las puntas de la rosa de los vientos. Ha llamado al pequeño portalón, pero nadie le ha respondido. Tal vez esté abandonado porque ya no cumpla las tradicionales funciones; tal vez las técnicas modernas suplen la presencia continua del farero; o acaso éste se ausenta para echar un pulso a su soledad y encontrarse con alguna mujer. Son pensamientos posibilistas con los que pretende demorar la espera. Sentado en el escalón de la torre agudiza la mirada sobre un paisaje borroso que apenas se advierte. El viajero espontáneo siente cierta frustración por haber llegado hasta aquel alejado remate de la costa y no haber visto el faro por dentro. Le hubiera gustado charlar con el ermitaño que debe vivir allí, pero como nada hay irreparable lo deja para otra ocasión. Al emprender el retorno pasa al lado de un pequeño cementerio. Entra. O hace mucho tiempo que no se muere nadie o es que no hay nadie para morirse, discurre jugando con la frase. Hay una tumba donde los nombres se leen con dificultad, pero cierta cita le requiere. En tamaño más grande, una letra gótica estampa un epitafio irreversible:
Porque el Amor es duro
Como la Muerte
El Deseo es despiadado
Como el Sepulcro
Ha vuelto tarde al pueblo, pero aún no ha anochecido. Está cansado físicamente, y sin embargo mantiene el temple. Se deja afectar por un impulso. Decide pasar por su casa heredada antes de recogerse. La proximidad de la noche le impone por primera vez una idea constructiva. Debo hacer que me instalen la electricidad, se le ocurre. Prende un carburo que le han prestado. Una vez más, proyectando la sombra de su cuerpo flaco sobre las paredes descascarilladas, asciende hasta el sobrado. Eleva y baja el carburo, mira a todas partes, se fija con más atención en los objetos abandonados. Sacude la capa mugrienta que oscurece aquella silla, y agita con levedad la maleta abandonada, que ahora le parece más nueva, más intacta. Acaricia una de las cerraduras y se deja llevar por el contacto frío del metal. Pulsa la pestaña. Se ve atrapado en la tentación. Duda. Prende en él cierta agitación. El carburo mengua y da las últimas señales de vida. Sigue acariciando a oscuras la superficie de tela verde. Escucha su propio respirar calmo. ¿Por qué recuerda la cita de El Cantar de los Cantares de Salomón que leyó esa tarde sobre la tumba del frío cementerio?

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Topografías


(Indagaciones III)


Los paseos ocupan la mayor parte de su tiempo. Esa carencia de obligación alguna que ni dirija ni coarte sus pasos le dota de una sensación inhabitual, que poco a poco se va convirtiendo en relajante y gozosa. Por primera vez desde hace muchos años se ha desposeído de la manía por programar sus actos y por adecuar las horas a quehaceres y compromisos. Se diría que está protagonizando una excursión inesperada no sólo a otros territorios sino sobre todo a su propia alma. Para escasamente en el mesón; lo justo para comer, si le viene a mano, y sobre todo cuando llega la noche. Empieza a ser conocido en el pueblo, pero las murmuraciones no llegan todavía a sus oídos. Tampoco presta demasiada atención, ni indaga. Es como si no quisiera mediatizarse, como si deseara que su búsqueda no fuera interferida por los recelos, las preguntas inoportunas o las miradas desconfiadas. Todas las mañanas se acerca diligente hasta la casa antes de emprender una caminata. La recorre de arriba a abajo, mide con sus largas zancadas las estancias, sube las escaleras del primer piso, se llega hasta el desván. Pero ni siquiera toca los muebles cubiertos de polvo. Abre ventanas y puertas, luego las cierra con apresuramiento, o se olvida y quedan abiertas de par en par. Baja a los abandonados cobertizos del ganado, desciende a la bodega. Las viejas barricas, vacías, están cubiertas de telarañas, pero permanece un olor a vino intenso. Sale al huerto y descubre los desastrados caminos que comunican unos cultivos con otros. Luego se aproxima hasta el modesto afluente, junto al que permanecen viejos pozos sin uso, con las bombas cubiertas por el óxido. Distingue los frutales, los manzanos, los cerezos, las higueras, los nogales, los ciruelos. Advierte algunas fresas salvajes que crecen soterradamente por las veredas. Contempla los chopos que, como veteranos estandartes, aún conservan los trenzados del lúpulo sobre sus troncos. Lo mira todo con admiración y con sorpresa, desechando pretensiones propietarias, desestimando poner en marcha ningún plan. Su observación meticulosa y fotográfica es tranquila. Como si no tuviera intenciones de modificar nada, como si quisiera escuchar simplemente a las plantas, a los árboles, a la tierra yerma. Como si tratara de imaginar aquella casa y aquel suelo en toda la plenitud de los tiempos habitados, activos, fructíferos. A veces se detiene largos ratos y se sienta sobre una piedra de molino en medio de aquel rincón silente. Cercado por el rumor delicado del arroyo y la hojarasca que se cimbrea entre los chopos, cree oír risas de niños, llamadas femeninas, entrecortados jadeos, alguna que otra blasfemia de los que mantenían con esfuerzo la huerta. Tiene que haber nombres tras esos sonidos, piensa. Tiene que haber lazos que nunca hubiera esperado que se vincularan con mi vida, piensa. Paulatinamente va levantando una topografía imprecisa de sensaciones. No tiene intención de que la materia se imponga al discreto olvido imperante en el lugar. Él no ha llegado allí para resucitar a los muertos. Ni para restituir memorias que resuenen sobre los oídos que ya las percibieron antes. No sé bien qué estoy pisando, pero este lugar desierto me habla, sueña.


(Pintura de Ludwig Kirchner)

lunes, 19 de noviembre de 2007

Extravío



(Indagaciones II)


Mi apreciado Ludwig. Imagino que me habrás echado en falta estos últimos días en el café Kolster. Mi desaparición repentina no tiene nada que ver en absoluto con la última discusión que mantuvimos en la tertulia. Sabes de sobra que llevo con buen talante las discrepancias y las subidas de tono de los contertulios de siempre. Mi madurado escepticismo me tiene sobradamente vacunado. Es verdad que a veces soporto con dificultad los aires proféticos de alguno de los asiduos. Y que me cuesta aceptar las intenciones impositivas en que se transforman algunas de las opiniones expuestas, que rompen el relajado tono coloquial que siempre ha caracterizado a nuestro grupo. Sé que tal como evolucionan los acontecimientos en nuestro país no cabe esperar ya demasiado desenfado y tranquilidad a la hora de comentar los mismos. Hace tiempo que el ambiente se ha enrarecido en todos los foros, y la prensa no es algo ajeno a ello. Siempre he creído que los avatares políticos inmediatos no deberían alterar nunca la capacidad de visión de las cosas. Y mucho menos empañar la clara trayectoria de conversación que ha caracterizado a nuestros cafés. Además, creo que todos nosotros, bien por la edad, bien por nuestra posición social, más o menos desahogada, bien por nuestro espíritu burlón y crítico, bien por los años que llevamos vinculados, hemos sabido contemplar con espíritu festivo y placentero todo cuanto nos rodea. No sé por qué tendríamos que cambiar ahora, salvo que algunos personajes advenedizos, que se presentan de improviso con abundancia de ideas ponzoñosas y arcaicas, pero revestidas de apariencia de modernidad, nos agüen el estilo mesurado que siempre hemos practicado. Ciertamente este tipo de individuos exhiben más la ligereza de una lengua verborreica que una supuesta y deficiente capacidad de análisis, y creo que ese estilo puede perturbar no sólo nuestros encuentros, sino que si cunden en otros planos de la vida social, puede envenenar las mentes de los menos duchos en ejercitar el pensamiento. Prefiero no darle muchas vueltas a ello, porque me invade cierta inquietud y puedo ser presa de un desánimo contra el que había pensado siempre que estaba curado. Pero yo no me he ausentado de pronto por ninguno de estos motivos. Cierta comunicación judicial me ha obligado a viajar repentinamente a este perdido lugar de la costa norteña. Como tú sabes no soy persona dada a alterarse por novedades que la mayor parte de las veces no son tal. Pero esta vez, el reclamo acerca de una diligencia extraordinaria e inesperada me ha motivado a reaccionar con premura. No sé aún por qué pero me ha sido concedida cierta propiedad de la que yo ignoraba su existencia. Apenas he tomado contacto con el lugar y no me he apresurado tampoco a averiguar los motivos. Ya tendré ocasión. Creo que de momento me desborda la buena nueva y el simple cambio de aire me deslumbra. Dispongo de las llaves de la casa, sobre cuyo interior ni he hecho inventario alguno todavía ni he revisado el estado general de la construcción. Detrás hay también una huerta amplia, con una amplia chopera, que está delimitada por un río cuyo caudal es bajo, pero al menos el agua corre limpia. Es obvio el abandono tanto de la edificación como del terreno, pero eso no me importa demasiado ahora mismo. Me alojo en un pequeño mesón próximo, cuyos dueños muestran una forzada simpatía que no oculta una mal disimulada desconfianza. No me sorprende; toda la vida habrán estado acostumbrados a los anteriores habitantes de la casa y no es fácil aceptar a un recién llegado del que no saben de dónde sale ni para qué viene. Probablemente sea para ellos un entrometido al que hay que atender pero con el que hay que mantener distancias. En las escasas fechas que llevo aquí he dado algunos paseos, lo que me ha permitido situar la pequeña finca, así como conocer los pueblos próximos. No sé qué me pasa, pero es como si me costara tomar posesión, ¿se dice así?, de esta herencia misteriosa. Mi presencia toma el aspecto de una amplia circunvolución, como la que llevan a cabo las aves de las cumbres, realizando vuelos de aproximación sin acabar de precipitarse sobre presa alguna. Es como si quisiera encontrar la explicación de lo que hay dentro rodeando los sucesivos entornos: la aldea, los campos, las riberas, las colinas, las hondonadas que acaban conduciendo al mar cercano. No podría decirte mucho más. Cuando hice el viaje pensaba que sería una cuestión de ida y vuelta. Ahora mismo ignoro si me quedaré pocos o muchos días. Presiento que un recóndito magnetismo me retiene. Me siento extraviado. La frialdad de esta zona es diferente a la de nuestra región; la luz es más tenue pero más temprana; la fragancia de los campos se mezcla con la que llega del mar y me produce una enajenación embriagante. Mañana me acercaré hasta un faro que no dista demasiado de aquí, desde cuya posición me han dicho que se contemplan las costas escandinavas. Te iré contando. Justifícame ante el resto de la tribu del Kolster. Diles que discutan sin mi.

P.D. En el remite del sobre podrás ver la dirección de la pensión donde me alojo. Creo que es mejor que dirijas tu correo a esas señas, porque no tendría sentido todavía hacerlo a otra parte.
Afectuosamente,
H. Winckelman

sábado, 17 de noviembre de 2007

Legado


(Indagaciones I)

En la penumbra del desván, la última silla de los moradores desconocidos. Salvada del destrozo, hoy sólo sostiene una vieja maleta. Una mirada reseca avanza entre la suciedad y unos escasos trastos. Un cuerpo delgado, de caminar rendido y escéptico, se escurre sobre el piso evitando chocar con los objetos. Sus pasos dudan, sus pasos deciden. Ha levantado la persiana y dispersado la aureola de polvo. Al abrir la ventana penetra el aire gélido de la costa báltica. Mientras ventila la habitación presiente que está hurgando también en los recuerdos y tal vez esté rescatando enigmas. Demasiadas sombras en su pasado. Demasiados pecios de los que preferiría librarse. Siente el temor de que se catapulten sobre él nuevas oscuridades. Pero, ¿y si lejos del pesimismo que siempre le ha caracterizado encuentra algún signo, alguna explicación que arroje luz sobre su atormentada vida? No ha llegado en vano hasta allí para liquidar los restos que le pertenecen. Él fue el primer sorprendido cuando cierto juez de provincias le citó para comunicarle que era el heredero de una pequeña propiedad. Apenas reaccionó. Hace años habría hecho planes, habría llamado a algún amigo funcionario para que le aclarara el alcance de lo que iba a recibir. Habría corrido a localizar a una amiga para celebrarlo. Sin embargo, hoy la perplejidad no desbarató su capacidad de autocontrol. Ha tenido que informarse en una oficina estatal para enterarse de dónde caía la aldea. Ni siquiera había estado nunca por esta parte del país. El viaje no le ha hecho sentir emoción alguna. Sólo curiosidad, y mucha confusión. No le atrae la idea de un inmueble y de unas tierras que pueden mejorarle la vida. ¿Para qué querría él enriquecerse a estas alturas de su desilusión? Y no obstante hay una llamada oculta que le inquieta. Su lentitud es una mezcla extraña de prudencia y de turbación. Sospecha que hay otros significados tras un título de propiedad. ¿Quién ha podido legarle aquella finca y por qué? Según se va haciendo a la casa, un abanico de interrogaciones contenidas se va desplegando dentro de su mente. Pero no quiere pensar todavía en nada. Quiere contactar con un paisaje que le había sido ajeno. Contempla la pequeña huerta abandonada al pie del viejo edificio. Otea las colinas suaves que abren entre ellas un pasillo donde la luz adquiere un tono ligeramente añil. Donde la brisa, glacial y directa, arroja sobre su rostro una humedad cuyo aroma desconoce.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Noche Tao


Noche de meditación. Echar mano del Libro del Tao. Lao Zi o el arte de penetrar en la ambigüedad de los significados. Lao Zi o el dominio de los complementarios. Lao Zi o la transformación de las cosas en su contrario. Lao Zi o la llamada a la quietud del ser. Lao Zi o la observación del vacío. Lao Zi o el gobierno de la no-acción. Lao Zi o la antilectura. Lao Zi o el camino. Para mi un alto provisional y fugaz en mi camino. En plena hora nocturna y fría tomar una página del Libro del Tao te desconecta. Tus tribulaciones se calman, tus deseos se atemperan, tus sueños se disuelven. Y lees cosas como éstas que, acaso a imagen de todas las palabras tejidas por los hombres, seguramente no están libres de toda sospecha. Pero como tantas palabras de los hombres, las utilizas para incendiar la imaginación o para calmar la agitación interior o para iluminar la desorientación que te confunde.

Las palabras verdaderas no son agradables,
las palabras agradables no son verdaderas.
El saber no es la erudición,
el erudito nada sabe.
El bien no es lo mucho,
lo mucho no es bueno.
El sabio no acumula;
obrando para los otros,
tiene cada vez más;
dando a los demás,
posee más cada vez.
Es propio del
dao
del cielo,
beneficiar y no causar daño;
es propio del
dao
del hombre,
actuar y no luchar.

(Cuadro de Durero sobre la escena mítica de Jesús entre los Doctores)

martes, 13 de noviembre de 2007

La presa


La presa estaba detrás. Tras un repecho que resultaba engañoso, porque después había todavía un trecho y no se ofrecía a la vista. Había que atravesar una era de cebada y justo donde ésta se cortaba repentinamente, al borde de un talud puntiagudo, tenías de pronto la vista del estanque. A mi me resultaba sorprendente que el río se alterara de repente, conteniendo la corriente de agua, trasuntándose a continuación en un flujo menudo y frágil que debía servir para administrar el regadío. Si uno seguía su curso en dirección al origen todo eran juncales densos y elevados. Más allá, las riberas difuminaban la vegetación, empujadas y mermadas por los derrubios de las laderas pedregosas. Pero a partir de la presa era como si naciera otro río. El agua escurría lenta por la pared diagonal y resbaladiza hasta convertir la parte inferior en una charca de agua casi inmóvil y cubierta de verdín, que transcurría inadvertidamente. A mi la obra me parecía faraónica, si bien a los ojos de un adulto aquello fuera tan solo una arquitectura fluvial de andar por casa. Era habitual en verano ir a la presa. Concurríamos un tropel de chicos, donde los mayores hacían alarde de sus dotes de nadadores. Y eso que no estaba permitido bañarse. No sé si por razones de peligrosidad o de que la presa no era una piscina, el guarda solía presentarse cuando menos te lo esperabas con su bicicleta y su flamante uniforme de los rústicos. No era lo usual. El guarda frecuentaba la casa innombrable, aquella que estaba separada del pueblo y sobre la que nuestros padres nos avisaban de que nos mantuviéramos apartados. Eso le mantenía ocupado, por lo que no era fácil que sus rutas se cumplieran a rajatabla. Los más pequeños nos quedábamos por los ribazos recogiendo endrinas y zarzamoras, o interfiriendo el crecimiento de las crías de las ranas. Que mi padre me llevara de la mano era excepcional. Él casi nunca vivía con nosotros. Siempre de aquí para allá, empleado en un lejano ferrocarril que debía de estar extendiéndose por todas partes menos por nuestra tierra. Cuando venía se dedicaba por completo a mi. Digo por completo porque, aunque se viera a ratos con mi madre y comiéramos todos juntos y por las noches nos reuniéramos con mis tíos en una animada tertulia a la puerta de la casa, él se alojaba en una estancia del piso superior y que yo sepa ni él iba a buscar a mi madre ni mi madre hacía el menor esfuerzo por recurrir a él. Mi madre hacía todo lo posible porque nos sintiéramos próximos cuando él aparecía. Él hablaba de los últimos viajes, de las obras que llevaba a cabo la compañía para la que trabajaba, de las ciudades y pueblos que iba conociendo. Mi madre era parca en palabras, se limitaba a escuchar y a veces a sonreír, pero no solía intervenir demasiado. Era como si no quisiera saber nada de la vida que su marido llevara. Aceptaba que mi padre viniera de vez en cuando porque un hijo tiene que ver a su padre, solía decir, siquiera para que no se olvide ni él ni los vecinos que es su padre. Así que en cuanto mi padre aparecía yo me sentía otro, dejaba a los amigos, me olvidaba de los juegos y me entregaba a su presencia añorada. Hace tanto tiempo ya. Cuando todo quedó eclipsado en la memoria difusa, cuando todo ha pasado como si nunca hubiera tenido lugar, ciertos recuerdos perturban. Volver a un paraje de infancia, si es que queda, se convierte en un pálpito. Me senté y escuché.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Los jinetes náuticos


Carrera entre las olas de los jinetes y la caballería náuticos. Se dirigen acaso al sueño, tras la tarea de domesticidad, no exenta de contenido lúdico. Kuzmá Petrov-Vodkin les está esperando desde la orilla. La fuerza incontenible del animal se subraya con la intensidad del color de la máxima potencia. La fragilidad del caballista, representada por el amarillo de la edad incierta, acaso del sexo inexpresado, no impide al púber sujetar con inteligencia las bridas. Su serenidad le permite incluso abstraerse en la exhibición. Hay una caracterización simbólica que nos embriaga. Nos vemos a nosotros mismos abordando oleajes y sumidos en recorridos exhaustos, sin saber bien si éstos se tratan de la obligación, del deber o de la necesidad. El mar de nuestra cotidianidad tiene mucho de circular, como en el cuadro. Unas veces las bestias se nos resisten, otras se dejan llevar por la doma, otras se nos desbocan hasta derribarnos y zafarse de nosotros. Como los caballos de la pintura, donde la inteligencia del animal es superior a la ejercitación de los jinetes, nuestras particulares bestias nos tienen cogidos en el laberinto y revelan con su mirada atenta la influencia que ejercen sobre esto llamado hombre. Belleza del inmenso caballo rojo sobre el que cuesta mantenerse sin afectación y sin dar muestras de debilidad. Desde el inmediato territorio del sueño que me espera trataré que el símbolo no me devore. Prefiero acogerme al caos de la noche que a la competencia aparentemente lúcida de las horas diurnas. Cabalgo salpicado por una lluvia de colores.

(Bañista sobre un caballo rojo, del pintor simbolista ruso Kuzmá Petrov-Vodkin)

Maldicientes



Hay una raya -hay tantas- que se traza a todas horas. Y se destraza. La que sugiere los límites de la concordia. La que delimita el respeto a las reglas del juego. Está entre todos nosotros, en cada esfera de la vida social. Está dentro de cada ser, recordándonos que debemos tener una actitud cada vez más clara para regir nuestros comportamientos. Está en la política, esa herramienta que se nos brinda a todos pero que con frecuencia delegamos sin demasiadas exigencias en los profesionales, hasta olvidarnos de su profundo significado, y dando con frecuencia un cheque en blanco a los que van a decidir lo de todos. Esa raya se mueve, oscila, quiebra, da tumbos, se tuerce, pocas veces aparece rectilínea. La condición humana no lo permite. Sin embargo, todos presumimos de perseguir la verdad. Mas cuando algo no interesa buscamos tres pies al gato, es decir, mirar los asuntos desde otro ángulo que si tampoco los clarifican al menos retardan el efecto de la verdad sobre los intereses de los hombres. La verdad es improbable, pero es posible. Es objetiva o no es, ¿qué verdad?, la verdad, no tu verdad, que decía Machado. En ese camino por ir distinguiendo lo que es de lo que no es, hay personajes de la entrañable -a veces extrañable- vida nacional empeñados en no dar el brazo a torcer ante las situaciones evidentes y claras. Y estos personajes bufos ladran cada día, cada hora, en cada onda de radio malsana, en cada periódico maldiciente, por enturbiar la convivencia. Y lo hacen de múltiples maneras, una de ellas practicando la maledicencia.

Pío Rossi, un tardío humanista italiano del siglo XVII, en su LÉXICO DE LA MENTIRA, medita sobre este mal tan contagioso, y dice con sabia ironía y precisión del agente que la ejecuta:

MALDICIENTE. Lo son todos los que no quieren oír la verdad.

Algunos tienen la maledicencia como quinto elemento.

Los maldicientes no ven en el prójimo más que defectos. Empeñan todo su honor en deshonrar. Su alabanza es la censura. Su grandeza, la bajeza. No avanzan sino destruyendo. Pero digan el bien o el mal, sus palabras no podrán hacer jamás de nosotros sino lo que somos.

Los hombres ordinarios y de baja extracción, destrozados por los maldicientes, no se ocupan de otra cosa que de vengarse. No sucede lo mismo con los grandes príncipes, de Teodosio a Gratiano y otros. A veces maltratados por la boca de sus súbditos, y advertidos de sus propios defectos, reflexionaron sobre el modo de ser mejores y no de castigar a los que les advirtieron.

Son moscones inoportunos que agobian con sus invectivas los oídos de los hombres; avispas molestas que no pretenden sino picar y hacer daño.

Los que pertenecen a una clase despreciada tienen la lengua mucho más maldiciente y ultrajante.


Adriano VI amenaza con tirar la estatua de Pasquín al Tíber, y ésta le respondió que las ranas también croan debajo del agua.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Reloj de arena


(Invocaciones XV)


Huele a tierra. Esa espalda cerámica, torneada para el tiempo y para la ausencia. Completa y en el cenit de su obra. Apenas te incorporas, y yo te miro, te retengo, yo en mi barro todavía, abandonado por un calor que se distancia. Expuesto al frío que va llegando y que no me deja cuajar en mi propia arcilla. Sin casi perspectiva, la visión de tu cuerpo rebosa la calidez que imaginé tantas veces. Y sus efluvios ciegan con sal mis pupilas. Un ardor circunda mi contorno. Erigida sobre profundas oquedades, te muestras luz y sombra. Y yo, varado en el desasosiego de un placer quebradizo, apenas me siento una figura escuálida. Una estampa yacente y desposeída. Miro la dimensión de tu hemisferio, apartándose. Mis ojos ejecutan casi somnolientos un vuelo de aproximación sobre una geografía que se desdibuja en tibieza paulatina. Trato de pergeñar esbozos que contengan tu silueta. Esos puntos misteriosos de las caderas, la falla vertebral que endereza un torso de alfabeto, la quebrada horadante que hace crecer tus muslos de giganta, las concavidades que delimitan tu cintura como el cuello de un reloj de arena. Un espectro de sol y otro de luna te dividen en dos almas. Planetario de espesores concéntricos. Un cuerpo dentro de otro cuerpo. ¿Cuál de los dos se ha mecido en mi sed esta noche? ¿De qué parte a qué parte tocará trasladarse la porción de desierto que incorporas? ¿A qué hora de carencia girará uno de los dos rostros en los que te contemplas?

(Fotografía de Bill Brandt)

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Fulgor grávido


(Invocaciones XIV)


Pero despertó con una luminosa gravidez. No supo de quién engendró ni para qué fin. El sueño la dejó encinta y todos sus pensamientos se volcaron con admiración sobre su vientre blanco. Cuanto más irradiaba su perfil esférico más penetraba en las sombras su rostro de adolescente marchita. No entendía muy bien qué clase de mundo era aquél. Ni qué esperaba la humanidad de ella. Siempre había oído, sospechado, que era una vieja señal que se cerniría antes o después sobre sí misma. Que alteraría en todos los sentidos la demediada unidad de su organismo. Que ella debía aprobar, como el resto del género. Esa sensación de desmesura de su cuerpo circunscrito la desosegaba. La placidez venía del extraño fulgor. Con tal iluminación ella leía mejor el alfabeto creciente que escribía entre el curso de sus venas. Pero tal actitud la devolvía a la tentación del oscuro letargo, de donde había salido. Allí todo era ausente y leve, todo volvía a encarnarse en posibilidad. Y la luz vertical se diluía y la mujer se libraba de cargas. Y las leyes y mandatos de los caducos libros sagrados no podrían rozarla. Y ella no se heriría de nuevo con la obligación que condenaba a la especie.


(La foto es de Leonard Nimoy)

martes, 6 de noviembre de 2007

La raya


No se sabe qué sube o qué baja. O qué plano traiciona el raso del cielo. Todo tan simple como equívoco. El árbol testigo; tal vez un arbusto. Apenas una raya quebradiza traza el perfil de la trama. Todo tan quieto entre el ascenso y la caída. Extraña lejanía. Lo próximo se aparta cuanto más te acercas a la nada. Y la sustancia se oculta y la materia se hunde. Cuánto estupor en tus ojos. Cuántos silencios ahuecan tu frágil espalda. El viento huele a cenizas. Has descalzado tus pies para sentir los sonidos que discurren invisibles. Qué sequedad en tus labios. Tomas un puñado de arena. Formas una duna sobre tu mano huesuda. Al agitarla, una fuente mana sobre su agrietado dorso. Bebes en ella mientras persigues una sombra donde acoplarte. Cuánta distancia sin saber si vas o vienes. Qué poblada tu barba de recuerdos. Las huellas apenas son estrías. Y por medio, tan solo una frágil línea. El contorno insinuante de la antigua serpiente.


(La fotografía es de Bill Schwab)

domingo, 4 de noviembre de 2007

La partida



¿Quién gana la partida? ¿Quién arriesga? ¿Quién desde el trono de reina echa un órdago al hombre pusilánime? Ella exhibe su carta decisiva, mientras él oculta la última posibilidad sin excesiva esperanza. El chico titubea, su rostro descompuesto es ya la jugada entera. Una apuesta final invalidada juguetea entre sus dedos dorsales. ¿Cree en esa posibilidad o es un mero farol? ¿Sueña con la victoria imposible sin soltar la carta que le frustra? Mayestática y acogedoramente solemne, la niña hace gala de una serenidad que prolonga el pase. El varón es inquietud. Lo ha sido durante toda la partida, como si intuyera el resultado último. O simplemente es consciente de no saberse ubicar en el pulso con la dama desafiante. Su posición inestable apenas le convierte en un escorzo próximo a la rendición. Azul, blanco, verde, rojo, ocre...Los colores -tajantes, delimitando los espacios impunemente- son los naipes de los objetos que toman el relevo. Qué lejos uno del otro los rostros de los competidores. La poderosa sonrisa carga de luz la cara de la joven. Apenas una leve inclinación de la boca -esa curva de la comisura de sus labios, ascendiendo al cielo- y todo sentenciado. Por la de él bajan las sombras, como una cortina de pesadumbre, mientras se encoge con una mirada lánguida de mal perdedor tal vez. Sometido al resultado, no ve más allá de un as de papel. No ha jugado bien sus cartas, esto es, sus posibilidades. Ella extiende su pícara mirada. No le quita ojo, ni intención. Ostentación de calma. Su mejor triunfo se inclina poco a poco hacia el derrumbe, acaso en espera de la próxima revancha.

(La partida de naipes, del pintor Balthus, se puede contemplar en el Museo Thyssen de Madrid)

sábado, 3 de noviembre de 2007

Mandato


Es fascinante la iconografía de William Blake. Los mitos desde su plumilla adquieren una fuerza superior. Dios, que parece el Sol, pero también la Suma Energía –obsérvese a sus espaldas esa vanguardista imagen de los rayos celestes que para sí quisieran los Rodchenko o los suprematistas rusos- impone sus leyes al durmiente Moisés. Las fuerzas del Mundo -¿habría que decir del Mal?- tratan de sujetar al visionario yacente que debe hacer llegar el mensaje de los mandamientos del Orden al pueblo elegido. La mano derecha de Dios recuerda aquella que desde la bóveda de la Capilla Sixtina establece la creación del Hombre. Un dedo aliancista en Miguel Ángel Buonarrotti, un dedo observante en William Blake. ¿Será esta otra mano la que indica la Recreación Perpetua a través de la Ley? Pero, ¿quién se responsabilizó de recoger el encargo? ¿Un mero Moisés que debía liberar al pueblo elegido pero también reconducirlo? ¿Lo tenía que liberar de los egipcios o de sus propias desviaciones? Un detalle desasosegante: ¿por qué la serpiente se desliza desde y entre el cuerpo de Dios? ¿Qué carta de naturaleza divina tiene este animal al que se le ha otorgado en la mitología cristiana el papel de conductor del Mal? ¿Y si el saurio no fuera sino el otro rostro del Demiurgo? Pobre Moisés, sin saber muy bien si acepta o rechaza la propuesta del Amo. Porque ¿es la postura de sus brazos una resistencia o un acatamiento? Y cuando Moisés despertó de su profundo letargo, sintió que su cuerpo y su alma habían quedado entregados a los planes del Señor, y la misión que le había sido encomendada le dotó de una energía especial y bramó desde su soledad en la montaña, y contempló desde la lejanía a las tribus de su pueblo, y ay, lloró por los tiempos de tribulación y de escarnio que el precio de ser el pueblo preferido habría de convertirlo en víctimas de sí mismos por los siglos de los siglos...