"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





viernes, 31 de agosto de 2007

¡Vuelve, Cassandre!























¿Quién hace hoy carteles como estos? Dos territorios que no se ocupan mutuamente. El dibujo: impactante, expansivo, dominante, totalizador. Y sin embargo, limitado hábilmente por la grafía, que no interfiere en absoluto la imagen, sino que desde los márgenes la complementa. ¿Qué anuncia, quién vende? Sin la ocupación soberana de las imágenes de la locomotora, cuya exactitud es el empuje del mismo humo que desaloja su impulso, o del tren veloz sobre los raíles que convierte las líneas geométricas en tiempo ganado, o del buque majestuoso que domina el océano, o de las vías que se abren para ser tomadas por el viajero...¿alguien trataría de leer el mensaje escrito? La imagen arrastra toda la intención. Y el mensaje escrito responde: medido, situado, complementario, recreando a la vez su propia imagen. Y así, ETAT es parte del frontis de los topes de la máquina; NORD EXPRESS es esa estación término hacia la que se dirige el tren y para más detalle, las ciudades de destino citadas en la parte inferior cabalgan constituyendo una cosmografía; NEW YORK son ya las aguas verdosas donde varará el oceánico buque, y un vuelo diminuto de gaviotas por delante de su proa anuncia la llegada a la gran urbe del moderno vapor; ETOILE DU NORD y PULLMAN son algo más que una línea de ferrocarril de las tres ciudades del norte europeo, y no sólamente una comodidad reservada para las élites, es sobre todo el hecho de viajar, más bien el vuelo hacia una estrella soñada: el viaje en sí mismo. Un tercer elemento armoniza y, a la vez, vigoriza imágenes y texto: los colores. Buscando destacar los elementos centrales, pero sin ningunear ni dejar en segundo grado los secundarios. Combinación de colores y tonos, el secreto del lenguaje está en los perfiles diferenciados de sus matices. Obsérvense. Cassandre sabía lo que trabajaba. ¿Por qué fue tan rico artísticamente el primer tercio del siglo veinte en Occidente mientras sus sociedades avanzadas se dirigían hacia la hecatombre? Él también es parte de esas vanguardias de las que algunos desearíamos ver su cartelismo retomado y actualizado en nuestras calles. Porque los peatones, los que circulan en general por las calles y plazas de nuestras localidades se fijan todavía en lo que se pega en las paredes. ¿La lástima? El ínfimo y despersonalizado nivel grafista de lo que se emite. En tiempos de audivisiones y digitalizaciones múltiples, ¿hay lugar todavía para un retorno del cartelismo callejero expresivo y de calidad?











jueves, 30 de agosto de 2007

Brindis


Ah, los solitarios balcones de nuestros días. Vacíos y huérfanos. Nobles pero rígidos. No se sabe qué fue de aquellos moradores que se asomaban para comunicarse o para contemplar la calle. Hoy paseas por cualquier ciudad y es una excepción lo que antes era norma aplicada, pasar largos ratos en las balconadas. Como en las terrazas, como en los miradores. Estar expectantes, a la espera, entregados al entretenimiento visual. Ciertamente que desde los balcones muchos ejercían con sus miradas y sus vigilancias calladas una especie de control social sobre los vecinos y sobre los viandantes. Era un efecto lógico disculpable, siempre que no fuera más allá de la satisfacción de la mera curiosidad. Mucho pedir. Todo el mundo estaba enterado de casi todo. El precio del exterior, en épocas en que el exterior estaba vedado y las calles eran de otros. Los ventanales metían la luz gloriosa en los pisos. Los balcones expectoraban la vida humilde de las viviendas. El diálogo se multiplicaba en todas las direcciones. La gente hablaba de la calle a los pisos, del segundo al de enfrente, de arriba al de al lado, de éste a la azotea. Infinidad de líneas geométricas entrecruzándose, rebotando con voces ásperas, menudas, melosas, apocadas, enérgicas, inquietantes, huidizas, desbordantes. A veces llantos y silencios. A veces gritos y silencios. A veces ayes y más ayes. A veces risas interminables, y burlas, y confidencias en clave, y propuestas encubiertas. Incluso si la distancia lo dificultaba se ponía en práctica el lenguaje de signos. Los balcones transformaban los tonos de las gargantas, cortocircuitaban las conversaciones, enlazaban los temas, propalaban los rumores, activaban las admiraciones, sugerían encuentros. Hoy los balcones asemejan trampantojos, tan hieráticos y huecos permanecen. Pero el hombre vacacional, al que gusta recorrer sin obligación las rutas que para otros son metódicas y recurrentes, sin apenas sorpresa y novedades, ese ser extraviado por la ciudad a la que viaja se queda absorto ante los descubrimientos. Donde hay plantas hay vida, debe pensar. Y donde se descorre un escenario de sedas y de papelería de colores y de molinillos y de sombrillas chinas, distrayéndose entre las enredaderas, a ese viajero que busca a veces los balcones le proponen un brindis. Y un reconocimiento mutuo se revela cómplice entre los pasos accidentales de uno y la fidelidad rompedora y creativa de las fachadas perennes.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Schulz oferente


¿Qué ofrece el sirviente Bruno Schulz a los personajes de su entorno? ¿Qué nos ofrece a todos? ¿Corona real o corona de espinas? ¿Obra rediviva u obra desaparecida? ¿La complejidad de su vida interior o el desprecio a las apariencias? ¿El arte como testimonio o como revelación? ¿Cómo ratificación de lo ya prefijado o como indagación recreadora? ¿Cómo exorcismo o como prospección? Sólo su mirada, llevada aguda y casi mefistofélicamente al límite del ángulo de sus ojos, tiene la respuesta. Esa inclinación servil queda traicionada por unos ojos despiertos que miran diagonalmente con el poder de la intención. No hay disimulo ni falsedad. Schulz ofrece su visión, se da a sí mismo a través de sus aguafuertes. En ellos se adivina la conciencia de un pathos que escudriña los territorios del sadomasoquismo, de los desprecios, de las dependencias, de los ofrecimientos a cambio de nada, de las rendiciones a cambio de todo. Schulz invita tal vez a penetrar en sus propias obsesiones, en sus canalizaciones sexuales más íntimas, en sus mitificaciones traducidas a la sensorialidad, en las sugerencias más instintivas que sólo quien abre su obra El libro idólatra va a poder percibir. El gesto oferente rinde tributo a la reafirmación de la existencia de lo malévolo, al retrato de lo abyecto, a la representación del prototipo del sátiro, a la morbosidad sexual más arraigada en cada alma, a la veneración sin freno de cuanto sugiere placer, a la entrega incondicional, a la exaltación de la diosa mujer, a lo onírico como parte cotidiana de nuestra conciencia despierta. En una carta a su amigo Stanislaw Witkiewicz, Bruno Schulz comenta en este tono su El libro idólatra: “Se habló de la tendencia destructiva del libro. Tal vez sea así desde el punto de vista de algunos valores admitidos. Pero el arte opera en un trasfondo premoral, en un punto donde el valor sólo está in statu nascendi. El arte en tanto que expresión espontánea de la vida impone tareas éticamente contrapuestas. Si el arte sólo hubiera de confirmar lo que ha sido determinado en otra parte, devendría inútil. Su papel es ser una sonda lanzada en lo desconocido. El artista es un aparato que registra los procesos que intervienen en las profundidades donde se forma el valor”. ¿Alguien se resiste a estas alturas a echar una ojeada a las imágenes de su obra?

domingo, 26 de agosto de 2007

La virtud



Encontrado en un párrafo inteligentísimo del libro Mi vida, de la impresionante Isadora Duncan...

“...Los hombres virtuosos son sencillamente aquellos que no han sido suficientemente tentados, porque viven en un estado vegetativo, o porque sus deseos se hallan tan concentrados en una sola dirección que no tienen ocio para mirar a su alrededor.”

Nunca fiarse de las apariencias. Nunca creer el discurso superficial de los predicadores. Nunca aceptar la firmeza hueca de los moralistas. Nos rodean. A veces podemos actuar como tales cada uno de nosotros. Incluso si se nos coge en un desliz o en un renuncio negamos, disimulamos. Nunca admitir las dobles imágenes como auténticas. ¿Quién certifica la virtud de un ser humano? ¿Las reglas? ¿Qué reglas? ¿Las que falsean la realidad para que ésta se eternice en función de intereses poderosos? ¿Las que reconducen hacia el redil del control social para que fluya generosamente la economía? ¿Por qué va a ser menos honesto consolarnos en las miradas sobre el sexo, en la concupiscencia que nos convulsiona, en el misterio que nos desorganiza, que en ese dejarnos devorar por las ganancias del dinero? ¿Qué delimita la virtud del vicio? ¿El objeto o el sujeto? ¿Quién se considera por encima de otros? ¿Quién tiene garantías de estar ungido por el toque de la virtud? ¿Es posible hacer de la necesidad virtud, como suele decirse? Preguntas para laicos risueños.

(Fotografías sugerentes de Rolfe Horn y de Daido Moriyama)




sábado, 25 de agosto de 2007

El alfabeto de Perec





Dejarse llevar por el desordenado orden de las letras del abecedario. No dar por hecho el plan de la costumbre. Preguntarnos. ¿Quién las dispuso así? ¿Por qué? ¿Fue algo aleatorio? Se sabe que no todas se formaron a la vez, que algunas llegaron después que otras, que muchas ha desaparecido víctimas del desuso y que otras son advenedizas, que unas apenas se han modificado a lo largo del tiempo y que otras se han recompuesto en función de la precisión de los sonidos o exigidas por razones de ahorro linguístico. ¿Es el triunfo de la repetición lo que impera tras el ordenamiento de las letras? ¿Valen más las primeras que las últimas? ¿Tienen más fuerza las que inician la escala lineal? ¿Tiran del carro unas más que otras? Obviamente no, al menos desde el punto de vista de combinarse para formar palabras. Y sin embargo, cuando se mira más allá, cuando se concede otro valor no exclusivamente gramatical, cuando se las dota de otros poderes y significados para uso y abuso de metáforas y calificaciones, la cosa varía. Esto es lo que acaba de ratificarme Georges Perec cuando leo lo que en su libro Pensar/Clasificar advierte claramente:

Muchas veces me he preguntado qué discurso lógico se siguió a la hora de distribuir las cinco vocales y las veinticuatro consonantes del alfabeto. ¿Por qué empezar por la A y seguir con la B, la C, etcétera?


El hecho mismo de carecer de una respuesta a esta pregunta resulta cuando menos reconfortante: el orden del alfabeto es arbitrario, impresionante y, por consiguiente, neutro. Objetivamente hablando, la A no es mejor que la B, el abecedario no es un signo de excelencia, sino tan sólo el de un inicio (el del propio métier)


Pero el mero hecho de que exista un orden significa que, tarde o temprano, y de un modo u otro, cada uno de los elementos de la secuencia acaban convirtiéndose en insidiosos portadores de un determinado coeficiente cualitativo. Así, una película de serie B enseguida se considera de “peor calidad” que cualquier otra que no lo sea y que, como suele suceder, a nadie se le ha ocurrido clasificar una película como “de serie A”.


El código cualitativo del alfabeto no es complicado. Apenas se puede desglosar en tres categorías:


A = excelente.


B = menos bueno.


Z = sin remedio.


Pero ello no evita que siga siendo un código y que imponga todo un sistema jerárquico sobre una secuencia inerte por definición.


Por motivos en cierto modo diferentes pero aun así afines a mi propósito, se observa que muchas empresas optan por prescindir de sus títulos corporativos y adoptan acrónimos del estilo AAA, ABC, AAAc, etcétera, aunque sólo sea por figurar entre las primeras entradas de los directorios profesionales y los listines telefónicos. Por ello mismo, todo estudiante se alegra siempre de tener un nombre cuya letra inicial quede hacia la mitad del alfabeto, ya que así tiene menos posibilidades de que el profesor le pregunte en clase.










viernes, 24 de agosto de 2007

El nacimiento de Venus




Emergente y erecta no niega el resto del alfabeto. Tan sólo es la avanzadilla de sus hermanas. En el principio fue un signo leve, no menos trazo, no menos significado, no menos complejidad. Probablemente a la vez fue un símbolo total en sí misma. La síntesis de intenciones, el destello de la concreción en las reglas de juego que iban pergeñando las tribus sedentarias que acabaron por establecerse y, sobre todo, la necesidad. Un balbuceo. Afinaba las primeras equivalencias entre lo que se decía y como se representaba. Iniciaba el origen de las letras y mostraba el camino. Luego capitaneó un orden vehicular. No era ni la primera en valor ni la más imprescindible. O acaso sí. Las iconografías de las culturas occidentales veían en ella también el origen de la vida. La religión, el origen de la Verdad. Incluso hay quienes ven el alfabeto con ojos de recreación estética, y hasta quienes abren las puertas de su visualización a una interpretación de culto y a una recreación casi erótica. Pero eso es entrar en el terreno de las metáforas y de las representaciones ideológicas. La publicidad sabe mucho de ello y ha llevado hasta las últimas consecuencias la exhibición desmesurada y hasta agobiante de las letras. Pero ya antes, hace siglos, desde las viejas pero modernas culturas, se fueron diseñando formas, enlazando curvas y líneas rectas, dando vueltas y proyecciones a cada palote, a cada rasgo, a cada sinuosidad. La entrega de persistentes e imaginativos diseñadores cuyos nombres no siempre son recordados. Alef, Alfa, A ... simplemente, el edificio poderoso aparece de pronto entre el desierto de las ideas de calado y el bullicio de la repetición vacua. Como Venus naciendo. Dan ganas de adorarla. Como contrapunto al becerro de oro y de los falsos profetas. A riesgo de no ser comprendidos.

jueves, 23 de agosto de 2007

Viva la Memoria Viva






Un amigo que ha pasado sus vacaciones por zonas del nordeste español me escribe con cierta euforia. No me resisto a reproducir algunos de los comentarios de su periplo recurrente, pero que le sigue dejando atónito.


"...El retorno a las ciudades que le han sido dadas a conocer alguna vez a uno suele llevar implícita la búsqueda. Y con ella, la ilusión. Se puede pasear por los mismos bulevares, demorarse en los jardines conocidos o transitar por el casco antiguo de toda la vida. Y sin embargo, siempre hay una nueva visión sobre los paisajes ya conocidos. Claro que también suele acontecer que al torcer por una calle habitual y tomar otra que nunca se ha tomado te depare algo absolutamente nuevo, o que desplazarse hasta una zona diferente de la ciudad te ofrezca barrios que no conocías, o que traspasar el zaguán de un viejo palacio te muestre formas de poder y de vida que ignorabas. La ciudad siempre ha estado ahí, posiblemente desde hacía siglos. Sólo faltaba que te encarases con las misteriosas facetas de sus profundidades y con las inadvertidas perspectivas de sus extensiones para conocerla mejor.








...En las ciudades a veces la historia se manifiesta a simple ojo. Pero también ofrecen descubrimientos que sólo se les propicia a los curiosos, a los indagadores de raza y a los románticos empedernidos en busca de lo nostálgico e inexistente. A veces esos rastros revisten todavía tonos patéticos y te sitúan ante un revivir imaginativo pleno de emociones. Es el caso de la visita a un refugio civil contra los bombardeos de la aviación militar sublevada contra la República legítima, que tuvieron lugar oprobiosamente sobre la población indefensa en 1936. Todavía existen en Barcelona, y uno de ellos, el Refugi 307, en Poble-sec, se ha recuperado en buena parte para rescate empírico, testimonio y conocimiento de nuevas generaciones. El mero hecho de transitar setenta años después de su construcción por las galerías excavadas en la madre roca de gres sobre la que se asienta la ciudad hace meditar íntimamente. Indudablemente, la amplia y nítida información proporcionada por las guías, que me han parecido sólidamente preparadas para la comunicación ad hoc, ayudan a la comprensión y el razonamiento sobre uno de esos hábitat circunstanciales que sólo ciertas poblaciones y en ciertos momentos de la historia han sufrido en nuestro país. Pero más allá de los datos, el mero hecho de adentrarte en aquella cueva humana recaba todas tus dotes de observación, toda tu propia capacidad de identificación con el medio y te ves de pronto haciendo un ejercicio importante, solidario en la distancia, respecto a la actitud y el comportamiento de los ciudadanos que tuvieron que refugiarse, entre asustados y esperanzados, infinidad de veces allí adentro.








...Reconozco que se me puso la carne de gallina cuando al entrar empezó a sonar la sirena de alarma que avisaba de un raid aéreo, como lo que sólo habíamos escuchado en las películas. Afortunadamente aquí también es ficción, pero escuchar la sirena según das el paso hacia el interior del refugio te sobrecoge. Luego, te abandonas. Un refugio civil no era un lugar de caos precisamente. Todo estaba previamente organizado y había que cumplir unas normas a rajatabla. Algunas de ellas: prioridades para enfermos, mujeres y niños; no fumar ni realizar estiramientos, para mantener un buen sistema de ventilación; no hablar de política, ya que allí acudían gente del barrio con diferentes ideas...Sólo pensar que el refugio, construido por las manos de los vecinos de todo género y edad, ya que los hombres adultos estaban en el frente, y con arreglo a unos criterios de ingeniería perfectos, asombra. Recuerdo con especial desgarro otro momento en que, no por ser de menor ficción resultaba menos emotivo. Fue cuando el grupo de visitantes nos sentamos en unos bancos corridos junto al muro y nos quedamos en silencio. El sonido de las bombas cayendo al exterior y algunas voces de personas que se desasosegaban hacía que nos mirásemos unos a otros con perplejidad y cierto aturdimiento. La técnica virtual ayudaba a la comprensión real.




...No voy a marearte con informaciones detalladas, puesto que todo el que quiera enterarse hoy día de algo no tiene más que pinchar en internet. Sólo me urgía transmitirte algunas de mis emociones sobre un recorrido de más de una hora por un lugar que nunca debería haber existido de no haberse producido en 1936 lo que se produjo. En estos tiempos en que hay ciertas fuerzas nacionales que no desean que se saquen a relucir hechos acontecidos dramáticamente hace tiempo, simplemente porque no aguantan el peso de la verdad, resulta reconfortante que toda una labor de vecinos actuales del barrio de Poble-sec, apoyados por historiadores consecuentes, haya logrado la recuperación de un testimonio humano de primera como es este refugio."


Por mi parte, poco que añadir. Suena tan a ficción todo que diríase que a los que vencieron, pero no convencieron, este tipo de huellas no les habría gustado que resucitasen para memoria y conciencia de quienes quieran valorarlas. Viva la memoria viva.


(Fotografías de Tanya Ruis)

miércoles, 22 de agosto de 2007

Aerolito


Sorpresa del viajero al encontrar restos de un aerolito desconocido esparcidos por el campo. Su extraña forma resulta inquietante. La curvatura rota induce a pensar que el extraño objeto circular no lo es tanto. El desgarrón rectilíneo se vuelve contra el observador. Y luego ese cilindro menudo, como una escisión procedente del choque entre planetas desconocidos y territorios convictos. El explorador teme la proximidad misteriosa del signo. Ha saltado la alarma. Despedazan las dudas. ¿Y si todo lo que hemos dado como seguro no lo es tanto? ¿Y si lo que se nos sugería indiscutible tiene una interpretación diferente? ¿Y si lo que parecía irreversible tiene más vueltas? ¿Y si el arropamiento de tantos siglos de civilización no son apenas nada en un océano de experiencias ignotas y otras tantas por acontecer? ¿Y si la propia experiencia humana se ha seleccionado a sí misma ignorando millones de toneladas de detritus y desaprovechamientos? ¿Y si lo que ha quedado entre nuestras manos no es sino una porción mínima? ¿Y si nos hemos inventado lo de la memoria, la herencia y la propiedad de las palabras para justificar la reducción de nuestras vivencias? ¿Y si todo es tan nimio y sólo agigantamos la proyección de nuestras insuficiencias? ¿Y si el meteorito caído contamina las culturas y las obliga a replantearse sus diferencias? El paseante ocioso se ha quedado sentado sobre la loma contemplando la cadencia majestuosa y enigmática de esta señal lítica. No sabe interpretarla. No sabe mirarla. Acostumbrado como está a aseveraciones, teoremas, dogmas, clasificaciones y revelaciones incontrovertibles varias, la visión le rompe el esquema de su educación andrajosa, lejanamente pueril.

martes, 21 de agosto de 2007

Sigue el vuelo




Continua el vuelo. Por estas fechas, hace un año, inicié el despegue del blog. Al principio, me acogí a la advocación de Karl Kraus. Nada más lejos de mi intención que tratar de emular a este personaje genial. Con mis límites y mis deficiencias jamás hubiera podido seguir mínimamente su ejemplo. Pero semejante figura periodística y literaria constituía una referencia vigorosa respetable y admirada por mi. Kraus fue ya demasiado para su tiempo. En nuestros días y en nuestro medio no se conoce un vapuleador de su calibre. Su capacidad y su tesón nos superan. Hoy abundan los comentaristas de tres al cuarto en las tertulias radiofónicas, televisivas y en la prensa. Pero ninguno hay que se la juegue como se la jugaba Kraus. Me gustaban sus aforismos, me apasionaban sus dichos y contradichos, me cautivaba su capacidad crítica sobre una sociedad (la austríaca del imperio fenecido) y un tiempo en descomposición (la correlación de culturas, naciones y fuerzas europeas del primer tercio del siglo veinte) Ha llovido tanto desde su época. Y sin embargo, su actitud rebelde, su capacidad analítica, su persistencia desguazadora siguen estando vivas. ¿Pero quién las retoma en nuestros días? Sé que existen hormigas laboriosas de la inteligencia crítica, que probablemente poca gente escucha. Pero hoy todo es tan etéreo, tan veloz, tan escasamente serio, tan insustancial. Es como si la realidad fuera más virtual, como se dice ahora eufemísticamente. Hace un año me limité a recoger la imagen de Karl Kraus como símbolo. A invocar su nombre como homenaje. A utilizar el título de su publicación tenaz y fustigadora como cabecera de mi modesto blog. Uno de sus aforismos, La mitad del tiempo se la pasa resistiendo, la otra mitad indignándose parecía un lema hecho a mi medida. Cuanto más escribía sobre la percepción que yo tenía de las cosas, más me alejaba de él en cierto modo. Mi incapacidad para objetivizar mis desasosiegos no me ha frustrado. He hallado otras maneras de contarme a mi mismo las cosas que voy comprobando. O de soñarlas. O de imaginarlas. O de reiventarlas. O de desfigurarlas. O de destruirlas. No pretendo con ello proveerme de carácter profético ni necesariamente acertado. Sería un majadero si me lo creyera. Lo mío es bestialmente subjetivo. Escribir desahoga. Libera en cierto modo. Consuela de los sinsabores del día a día . Y al fin y al cabo con ello se aspira a que la calma -calma, mucha calma, que se decía y se recomendaba el personaje de una de las novelas de Carmen Martín Gaite- se instale más sólidamente en la propia vida interior de uno mismo. Y si no, siempre nos queda la posibilidad de que perezcamos todos en el desasosiego que produce admitir la verdad. ¿Tendría razón Karl Kraus cuando decía aquello de no se debe aprender nada más que lo que es imprescindible contra la vida?





lunes, 13 de agosto de 2007

Envenenar



Escribir, para qué. A veces, pocas, surge la pregunta. Pero resulta tan inútil hacerlo como preguntarse: respirar, ¿para qué? Y sin embargo cuando la duda acecha de manera especialmente crítica o las tinieblas nos obnubilan, pretendemos bloquear la llegada del oxígeno al cerebro.

Henry Miller:
“Un hombre escribe para expulsar el veneno que ha acumulado debido a su estilo de vida falso. Está intentando recapturar su inocencia, pero todo lo que logra hacer (escribiendo) es inocular el mundo con un virus de su desilusión. Ningún hombre pondría una sola palabra en un papel si tuviera el coraje de vivir aquello en lo que creía”

Es muy propio de la pedantería militante al uso cuestionar la necesidad de la escritura. O simplemente sospechar de su práctica. Vaciedad de vaciedades, todo vaciedad. La actualidad de los blogs, que está posiblemente inaugurando formas diferentes de escritura (se podrá discutir sobre sus logros) revela precisamente cómo crece la urgencia por descubrir lo pendiente que llevamos dentro. Aunque también hay mucho de pasatiempo sin más. Por otra parte, siempre me ha deslumbrado la capacidad de los autores tardíos, los que han descubierto sus habilidades en edades maduras e incluso de retiro laboral. Con frecuencia son los que más tienen que decir, si han sabido digerir bien sus experiencias. Digerir, digo, no domesticarlas ni mucho menos justificarlas. Pero el valor de lo literario, sea cual sea la forma que esto adopte, no es propiedad de la edad provecta como tal. Como tampoco es exclusiva de los advenedizos a la vida adulta. Simplemente es la posibilidad que se brinda a cualquiera de desafiar las arduas y en ocasiones lamentables maneras de vivir. O de fingir que se desafía, porque no resulta fácil renunciar a ellas. Si hay en la escritura un intento por recuperar la inocencia perdida, como sugiere Miller, resulta un intento frustrado. Porque la inocencia, si acaso, sólo nos fue dada de poseer una vez. Después, como mucho, nos pasamos la vida rescatando memorias, buscando claves y refugiándonos en la persecución de los enigmas. Y en competencia desleal con un mundo interior (y exterior) contradictorio, competitivo y desasosegante que nos envenena. Como un exorcismo, se escribe como dice Miller para expulsar el veneno y para contagiar de nuevo lo que nos rodea. Si más allá le espera al hombre que escribe una Metamorfosis, él sabrá.


(La foto es de Sylvia Plachy)


El recadero ufano


¿Qué mejor homenaje podría haber dedicado Cartier-Bresson al recadero desconocido? El chico, ejecutando un mandado, reacciona ufano y orgulloso ante las burlas del resto de la chiquillería. ¿Quién no ha hecho alguna vez de recadero en la infancia? Porque hubo una vez un tiempo en que no se tenían todavía frigoríficos ni había supermercados ni el volumen del género era amplio ni la disparidad de existencias abundaba ni las monedas fluían más allá de los límites de jornales exiguos. Una época en que te podían mandar de modo imprevisto y por parte del familiar que le diera la gana a por cualquier cosa: a por tabaco picado, a por gaseosa, a por vino, a por hielo, a recoger las medias que tu madre había dejado para coger los puntos, a por la capilla de la Virgen que se trasladaba de casa en casa, a visitar a los abuelitos, o simplemente a trasladar una cita enigmática de tu hermano mayor. ¿Suena hoy día todo esto? Supongo que, en estos tiempos de avituallamiento desproporcionado y de carga en masa del carrito de la compra, resultan difíciles de imaginar otras conductas más improvisadas. Ni se podrá comprender muy bien dónde comenzaba la colaboración familiar más o menos aceptada y dónde terminaba el abuso autoritario de la familia. Había infinidad de recados y supongo que variedad de recaderos. A muchos nos costó siempre ceder al mandado, y lo hacíamos de mala gana, presionados o chantajeados vilmente por los mayores. Pero había otros que estaban siempre prestos a cumplir una orden, bien por ganarse los favores de los superiores o porque tenían aptitudes para el oficio. Oficio de servidumbre que muchos no han conseguido superar ya de adultos. Se ve que le cogieron el gusto.

domingo, 12 de agosto de 2007

Pusilánime



El despertar ha sido amargo. Coronas tu sueños con desatinos. Son los sueños, piensas. El precio y la garantía de renunciar a ti misma durante unas horas. Amaneces repartida en cuadrículas que juegan a ocultarse y a descubrirse. Alternadamente. El blanco y el negro diezman tus perfiles. Es el precio de las indecisiones, piensas. Te contemplas abstraída. Es como si estuvieras parada y a la vez dispuesta a tomar carrerilla. Nadie advierte que estás observando la perspectiva, aunque no reacciones. Es como si la duda te bloquease y no pudieras activar tus sentidos. Eres lo más parecido a una máscara. Lo asumes. Las máscaras encubren y también defienden. Eso es lo que aprendiste. Y lo que entendiste de la sabiduría de las tribus africanas: proteger tu interior. Conjurar tus miedos. Espantar la acechanza púnica. Cuando estás débil, las usas. Te gusta deambular entre apariencias. No puedes negarlo. Lo real es siempre demasiado rudo. Y con frecuencia bastante brusco. Eso solías decirme. Y hay que alterarlo, para impedir que haga mella en nuestra piel. Convertir en ficción nuestros gestos, nuestros rostros, nuestros adornos. Eso me repetías con frecuencia. Te sientes atacada por las actitudes de otros, que te hieren. No siempre es lo que pretenden los demás, pero sí lo que a ti te llega. Y la simulación es esa alteridad que flota dentro de cada uno, sin llegar a ser jamás del todo nosotros. Y tú tan sensible, tan presta a ponerte en guardia. Como aquella vez que me peguntaste si me iba o me quedaba. Si me iba o me quedaba ¿dónde? ¿En tu territorio fronterizo? ¿En mi paisaje inestable? ¿En tierra de nadie? Uno siempre está y no está. El que lo capta de otra manera está aceptando lo tibio, la resignación, lo amorfo. Tú sabes que yo no. Que tú tampoco. Que la vida siempre es un ser y no ser. Se fija sobre capas tectónicas de duración limitada y de consistencia relativa. Cuando creemos disponer de lo certero, se nos va. Demasiado exigentes, sueles decir. Excesivamente vacilantes, insisto. En la diagonal de tu mirada no hay tristeza. Hay hastío. Te sospechas agotada. La ilusión fue sacrificada en el ara de la seguridad. Para qué. Los anhelos se extraviaron en el lento y deprimente transcurso cotidiano. No resistas. Cede ante tu pusilanimidad por una vez. ¿Qué puede suceder? ¿Que no despiertes?


(Bill Brandt fotografía)


viernes, 10 de agosto de 2007

Horizontalidad


Hay días absolutamente horizontales. Días en que te ves engullida por los estratos más recónditos. En que apenas emerge tu nariz para respirar. En que estás más desnuda, pero no llegas a advertirlo del todo. En que la nuca pesa y no encuentra reposo grato. En que los ojos apenas se mueven entre el circuito oval de los párpados. Y la boca sólo sabe recitar monosílabos. Las ventanas han sido golpeadas en repetidas ocasiones por un viento repentino del atardecer. No te has inquietado. Juegas con el edredón una partida de cubos. Demasiado planos. Y sin embargo, cuando los percibes reducidos desde un lado te parece que se proyectan hacia otro. En tu flojedad has olvidado todos los compromisos. Apenas notas tu vientre. No has tenido ganas de comer. Cuando el teléfono ha sonado lo has ignorado. Y no te hallas mal así. Deseas hacer de esa postración un arma contra ti misma. No te agrada pensar que te estás castigando. No es eso lo que pretendes. La mera idea de infligirte tortura te rebela. Quieres prolongar tu lasitud hasta extremos en que no sientas hostigamiento de nada ni de nadie. Ni las fluctuaciones desazonadoras de tus propias venas. Sólo deseas que los recuerdos no te alteren. Que los pensamientos no se enhebren para llenarte de coseduras. Que las intenciones pierdan su fuerza hasta fundirse en la horizontalidad. Ni siquiera te convence el sueño. Sería demasiado fácil. Con ese desmayo controlado te pones a prueba. Desafías el riesgo de otras opciones que podrían acecharte. Simulas que ya no existes para nadie. Flotas en tu desposeimiento. Simplemente, son días, te dices. Cierras los ojos para imaginar una ubicuidad imprecisa. Dejas que las horas trascurran. Ensalivas una y otra vez tu garganta reseca. No reparas en que la noche es el último ápice horizontal.


(La fotografía es del artista norteamericano Bill Brandt)

martes, 7 de agosto de 2007

Severidad


Es lo más bello que el hombre ha encontrado hoy. A veces piensa que si cada día hallara algo así, el resto de su vida estaría justificado. Como una pantalla de cinematógrafo, a punto de anunciar una película donde el tiempo se hunde en raíces desconocidas. Las hileras de ladrillo de la fachada sostienen una realeza decrépita. Tras el ventanal la actividad permanece marchita. En su reflejo, las ramas de los árboles mantienen la esperanza de una renovación incierta. Las nubes certifican el transcurso. La madera, dada de sí, ha perdido su lustre. Sólo las vetas testimonian su naturaleza auténtica. Hay un aire de resistencia, que no de orfandad. Hay un sigiloso desfile fabril que los ocultos cuarterones no detienen. Como un vigía, la ventana sólo anuncia el instante detenido. Rechazan el olvido. Contemplan su propio alma. Metamorfosis imposible de la arquitectura. Anclaje en la severidad.

lunes, 6 de agosto de 2007

Extravío




Y de repente los colores se extraviaron. Y donde había una gama que redimía al universo, todo dejó de ser opalino. Y donde los rincones abrían sus ángulos a los destellos más pronunciados, los vértices enmudecieron. Pero el caminante ve el perfil de la transparencia donde otros no levantan la vista del suelo. Y si bien la nitidez está ausente, mantiene la línea de su mirada. Y recibe a las nubes como aliadas. Y se recrea con el rumor del oleaje. Y se abandona a la caricia afilada del viento. Y siente el roce de la arena que llega a sus pies, desalojando los misterios del fondo del océano. ¿O se trata del mismo arcano que el de la vida? Distingue el haz y envés de la luz. Se entusiasma con la profusión de sus combinaciones, pero acepta el recato de sus velos. No está cabizbajo por el hecho de que los colores hayan volado hacia otros paisajes. Él también se reconoce en los quiebros de la naturaleza. Donde las estrías de las aguas y las muescas que tallan las nubes dotan de unidad a la laboriosa inquietud de los hombres. No tiene el corazón encogido. Ni teme los sonidos inusuales de la noche. Se sabe seguro hasta en sus ficciones más desproporcionadas. Se admite firme hasta en sus ensoñaciones más recónditas. Respira la brisa, aun a costa de otra luz. Un pulso entre ráfagas de tiempo.

domingo, 5 de agosto de 2007

Cenital



No eres sólo uno de ellos. Te han deslumbrado, te han sobrecogido. Es tanta su densidad que te desposeen. Y todo los colores convergen en la luz más virulenta. La que ilumina la hora cenital. La que funde el paisaje y la tierra y los cuerpos y las pasiones. La que te inquiere para que pertenezcas a su plenitud. Has ido a su encuentro, simplemente esperando. En la lentitud del día apenas te has movido. A partir de ahora sabes que ya nada es lo mismo. El recorrido desde aquella primera tensión hasta esta fulgurante disolución te tiene confuso. Y a la vez admirado. Si te palpas no encuentras tus músculos. Si te miras no ves tu contextura. Si tratas de escucharte no hay sonido que salga de lo más profundo de tu vocabulario antiguo. Eres todo ligereza y más allá tu pensamiento se torna áureo. Deseas alcanzar la cima. Ese hábitat que te espera al final de un sendero pajizo. Donde tu ser inquieto y la tierra se fusionan. Donde tus búsquedas y el viento se proyectan. Donde la calma y el deseo pactan tu longevidad.


(Al pintor Mark Rothko, agradecido)



Van llegando



Van llegando y los ojos se te abren. Y el olfato se te agudiza. Y los músculos se desperezan. Y extiendes las manos para dejarte tocar por ellos. Y todo tú eres expectante. No miras solamente los territorios físicos sobre los que te yergues. Desde tus pies hasta la línea ya perdida entre los últimos caseríos. Divisas también los recuerdos. Tras ellos resurgen lejanos colores. Luego imaginas cómo sería la concreción de lo deseado, de lo que aún no obtienes, de lo que apenas se insinúa en tu pausada senda. Y al esforzarte en ello los colores se te muestran más turbios y su imprecisión te desasosiega. Quieres estar donde estás. Te abstraes de la hoja del calendario, de los quehaceres, de los compromisos. Permaneces oferente a esas luces que se multiplican espectralmente. Que se deshacen cuando roza tu cuerpo. Hasta qué punto entran en tu percepción te sorprende. Hasta qué interioridad habitan contigo te asusta. Te mojan, te cubren de salinidad, te resecan, te aromatizan con la desinencia del tomillo, aletargan tus palabras. Lentamente se va imponiendo su plenitud un día más. Cierras los párpados para que no tengas que optar por ninguno de ellos. Y cuando te sientes tomado, cuando percibes cómo se infiltran por tus venas, cuando te duele el bisturí de su fuego, entonces los abres poco a poco. Abres también tu boca despacio. Expandes tu torso al máximo. No te importa salir de ti, dejarte arrebatar, convertirte en uno de ellos.

sábado, 4 de agosto de 2007

Espera


Hay veces que sólo le apetece a uno pararse ante unos colores. Ver en ellos exclusivamente el color. Adivinar su mensaje. Tras ellos la luz, que los nace. Comparar otras visiones o recordar otros viajes es innecesario. Los colores en sí mismos tienen que decir. Imagina que madrugas y que te diriges hacia el Orto. Imagina que estás desnudo y caminas hacia una luz imprecisa. Y que la luz te va cubriendo. O acaso deslumbrando. Y que tu cuerpo no cuenta. Y que la materia no existe porque las tinieblas la han vuelto evanescente. Y que el paisaje se supone pero no se comprueba. Que sólo te cubre su lento despertar. Que los colores desfilan y toman los territorios que tú y los tuyos creíais, oh falsos antiguos, poseer. Hay veces que abandonarse a los colores no es descubrir los días sino intuir las noches. Deseas heredar de ellos un silencio primitivo. Aquella lasitud de las cavernas donde los colores existen pero no se perciben. Deseas curar tu ansiedad en el color que calma. Todo debe ser más lento. Entre las sábanas con las que te cubres los colores destellan como obsequios del azar. Invocas estos colores. Los que te hablan y te apaciguan. Los que se dispersan entre las paredes de tu cuerpo y los que acarician tu carne. Admiras el perfil de la madrugada. Te asomas a la terraza y buscas el oriente. Permanece quieto. Permanece atento. Van llegando. Como una cabalgata de vida.

jueves, 2 de agosto de 2007

El guiño



Lo ve todo. Y lo que no ve, se lo apunta. Todas las miradas le parecen pocas. Todo el paisaje que le rodea se le queda estrecho. La máquina es su prolongación. Y un recurso. Lo que observa, le dice. Lo que no aprehende al principio, lo hace después. Cuando no le gusta lo captado, lo altera. Pocas veces. Le guste o no, es noble. Acepta lo que recoge. Si le sigue sin gustar el objeto, prueba nuevas tomas. Fotografiar el infinito. Es lo que se propone. El ojo se abre desmesurado, pero exigente. Se expande sin límites, pero con mesura. Con el objetivo atrapa la invisibilidad; justo ese instante que otros mortales no perciben. Contempla los territorios fugaces, y él se encuentra allí, para que no se vayan del todo. La altura de su mirador es la profundidad horizontal. Juega con las lentes como Dios con los dados. Rescata al caos de sí mismo. La virtud y el vicio se desnudan para él desde la normalidad. Nada de lo que hay de natural en el hombre le resulta ajeno. Nada de lo aparente le espanta. Atrae lo lejano, rasga lo ignoto, desvela lo recóndito. Y a la vez deja permanecer el orden deslizante de las cosas en su propio estado, para que siga aconteciendo. No se trata de transformarlo, sólo de ofrecerlo al observador sincero. No siente la necesidad de preparar la escena. Sabe que las imágenes se están mostrando de continuo. Tal vez se mueve leve. Tal vez permanece en un rincón. Tal vez se apoya en una esquina. Tal vez ejercita giros que buscan. Desearía que la luz fuera siempre su aliada. Pero no se deja vencer por las tinieblas ni por las sombras. Lo desdibujado también se puede atar. Lo amorfo se puede zarandear. Lo opaco se puede volver traslúcido. Jamás tantas dimensiones fueron atraídas como globos a la cercanía de un guiño.


(Cartier-Bresson fotografiado en un guiño)