"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 20 de diciembre de 2007

Solsticio



La transparencia del vaso y la opacidad del limón comparten un mantel azul. Éste, con distinto efecto sobre los objetos. El fruto rebosa luz y color propio. Pero su fuerza se aleja. Su moldeada redondez se extiende impávida sobre una superficie rugosa. Forma una lisa y aislada soledad sobre el tapete. El vaso lo sabe. Y se presta a la colaboración como vehículo amparador de un oleaje con destellos de madrugadas de acero. Podría decirse de la fruta que es un náufrago abandonado a su suerte. Mientras la copa se empapa de la humedad de un azul con ribetes de hielo. Jamás se vio tal contraste sobre la tierra. Jamás las formas se sacrificaron de manera tan simple y delimitada a los colores que definen los objetos. El limón no lo ignora, mientras soporta impasible cómo se coarta su presencia efectiva. Permanece como una mera referencia. ¿Por qué no siempre la luz equivale a calor? Las cosas, ¿son en sí mismas realmente? ¿Hay dos o más realidades? ¿Es la percepción sensorial del receptor humano lo que dota de interpretación a la posición de los objetos sobre el universo? Y esto mismo, aparte de ser una presuntuosidad y un equívoco, ¿no desfigura arriesgadamente el valor de los otros mundos? El ciclo se repite insaciable. Qué diferencia de sensaciones se ciernen sobre nuestros cuerpos, según la proximidad o la lejanía. Ni el brillo ni las arrugas de nuestra piel son las mismas, condicionando la capacidad del tacto mismo. Y el movimiento, calentando o enfriando colores, endureciendo o debilitando las formas, prosigue incesante.

(Acompañando una pintura de Petrov-Vodkin)


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