"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 11 de septiembre de 2007

Pasividad



(Invocaciones IV)


Como un impulso. Ella ha extendido pusilánime su brazo izquierdo. Ha dudado. Cuando se ha decidido a aventurarse era tarde para una retirada. Él ha comprendido a tiempo el gesto, ha atrapado su mano al vuelo, ha entrelazado sus dedos, los ha pegado como una lapa sobre el pecho. El vínculo repentino une a un cuerpo definido y ansioso con otro dubitativo pero ahíto de curiosidad. El hombre exhibe un rostro de edad avanzada, entrado ya en gravedades. La mujer revela una imagen difusa pero vibrante, que deambula entre la indeterminación y el deseo mal disimulado. No se sabría bien si se aproximan o si se rechazan. Si improvisan o si lo tienen meditado. Si se cautivan o se desconciertan. No se miran. Ni siquiera dirigen la vista al mismo punto, ese apartado objeto de fijación abstracta que se halla solamente en la mente de cada uno. No hablan, pero se escuchan a través del engarzamiento mutuo que les transmiten pulsiones. Parecen abstraídos, pero tejen un silencio que les anula. Sólo convergen en sus titubeos. Se protegen de sí mismos. Sería fácil desbaratarse y abandonarse a una entrega juvenil. Pueden estarlo deseando. Les tienta el atrevimiento. Les atrae el riesgo del caos. Pero permanecen demasiado cercanos los recuerdos de sus vidas anteriores. Excesivamente gravosos para acelerar un ritmo que precisa sosiego. Ambos calculan. Tantean y esperan. Comparten un impacto, pero se sienten lo suficientemente descreídos como para apresurar sus pasos. Incluso saben que basta una simple relajación de los músculos para que esa fusión azarosa les aleje. Y sin embargo, nada está tan previsto como la situación podría dar a entender. Ni él tiene intenciones de abrir su mano ni ella voluntad de dejar de sentir el contacto de una piel que la reclama.

(Fotografía de Mona Khun)


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