"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 30 de agosto de 2007

Brindis


Ah, los solitarios balcones de nuestros días. Vacíos y huérfanos. Nobles pero rígidos. No se sabe qué fue de aquellos moradores que se asomaban para comunicarse o para contemplar la calle. Hoy paseas por cualquier ciudad y es una excepción lo que antes era norma aplicada, pasar largos ratos en las balconadas. Como en las terrazas, como en los miradores. Estar expectantes, a la espera, entregados al entretenimiento visual. Ciertamente que desde los balcones muchos ejercían con sus miradas y sus vigilancias calladas una especie de control social sobre los vecinos y sobre los viandantes. Era un efecto lógico disculpable, siempre que no fuera más allá de la satisfacción de la mera curiosidad. Mucho pedir. Todo el mundo estaba enterado de casi todo. El precio del exterior, en épocas en que el exterior estaba vedado y las calles eran de otros. Los ventanales metían la luz gloriosa en los pisos. Los balcones expectoraban la vida humilde de las viviendas. El diálogo se multiplicaba en todas las direcciones. La gente hablaba de la calle a los pisos, del segundo al de enfrente, de arriba al de al lado, de éste a la azotea. Infinidad de líneas geométricas entrecruzándose, rebotando con voces ásperas, menudas, melosas, apocadas, enérgicas, inquietantes, huidizas, desbordantes. A veces llantos y silencios. A veces gritos y silencios. A veces ayes y más ayes. A veces risas interminables, y burlas, y confidencias en clave, y propuestas encubiertas. Incluso si la distancia lo dificultaba se ponía en práctica el lenguaje de signos. Los balcones transformaban los tonos de las gargantas, cortocircuitaban las conversaciones, enlazaban los temas, propalaban los rumores, activaban las admiraciones, sugerían encuentros. Hoy los balcones asemejan trampantojos, tan hieráticos y huecos permanecen. Pero el hombre vacacional, al que gusta recorrer sin obligación las rutas que para otros son metódicas y recurrentes, sin apenas sorpresa y novedades, ese ser extraviado por la ciudad a la que viaja se queda absorto ante los descubrimientos. Donde hay plantas hay vida, debe pensar. Y donde se descorre un escenario de sedas y de papelería de colores y de molinillos y de sombrillas chinas, distrayéndose entre las enredaderas, a ese viajero que busca a veces los balcones le proponen un brindis. Y un reconocimiento mutuo se revela cómplice entre los pasos accidentales de uno y la fidelidad rompedora y creativa de las fachadas perennes.

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