"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 14 de junio de 2007

Consumirse





Viéndose en el extremo último, percibió que vivir había sido una fugacidad casi sarcástica. Procediendo desde un oscuro origen, la presencia erecta le había hecho creer que su aspiración tendría que ser algún día la quietud y la serenidad. Pero mientras la esperaba se dejaba llevar por la física más elemental: el equilibrio, la dinámica, el avance continuo. Unas constantes en las que tan pronto se afirmaba como se tambaleaban bajo sus pisadas, cada vez más inseguras. La tierra era en unas ocasiones demasiado grande para sus límites y otras veces demasiado angosta para sus posibilidades. No tenía muy clara una medida razonable para valorar los fines, porque cuando se desea demasiado, se aspira sin tocar techo y se disgrega en la persecución de nuevas visiones resulta imposible conocer a ciencia cierta la verdadera ubicación del hombre. Percibía el entorno como un aire prendido y sofocante en medio del cual él se consideraba la flecha que volaba desafiando el vacío. Sin llegar nunca a ninguna parte. Porque cada paraje, cada ambiente, cada tribu le llamaban la atención, los consideraba y los respetaba, pero jamás se paraba a compartir con ellos una parte de sí mismo. Se tenía por un capricho en el bucle sin fin de un extraño acontecer en el que no podía establecerse. Pero cuanto le rodeaba emitía más calor, cada costado de su caminar se consumía en una incandescencia, cada nuevo territorio que pisaba provocaba nuevas emanaciones que su propia consistencia no tenía capacidad de soportar. Cuando el fuego convirtió su vida en silueta, él siguió andando. Cuando apenas quedó de él un trazo de cenizas, aún el índice chamuscado de su mano siguió señalando la dirección imposible.

(Fotografía de un montaje del artista canadiense Bill Viola)

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