"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 30 de noviembre de 2006

Bajorrelieve


Probablemente nada es lo que parece. La mano explora. Sobresale y a la vez se adentra. Traza un arco de la fuente de luz a la zona de sombras, donde de nuevo, tal vez, emerja una punto de luz. La mano es orografía pura. Desplazamiento de un glaciar. Se expande grácil, posa, sobrepone los dedos con serenidad. El corazón desaparece entre las tinieblas y el misterio. Se ha ausentado. Quietud. La cordillera de los nudillos se contrae. Erizamiento de la piel. Inadvertida brisa. Como un bajorrelieve rupestre, la mano permanece inmóvil, presta y expectante ante una presencia deseada. Cortejo de adorantes. Calma. Tal vez se trata de la mano moldeadora de la Creación.

miércoles, 29 de noviembre de 2006

Próxima estación



El gran desasosiego que le invade, la turbación que muestra, el desconcierto que le corroe, el nerviosismo que exterioriza, el agotamiento que va haciendo mella en él le tiene en guardia últimamente. Se mira en los escaparates para percibirse, en el espejo del ascensor para advertirse, en el baño para sugerirse. Irse, desinencia o verbo. Se deja contemplar por los viandantes y les devuelve la pregunta: cómo me verán, se dice. Curiosidad morbosa. Qué aspecto les ofreceré, qué imagen estarán recibiendo de uno, se pregunta. Trata de analizar las miradas rápidas, las fijaciones inacabables, las observaciones disimuladas, las ojeadas irónicas. Pero en absoluto le inquieta el tic de los oteadores callejeros. No son representativos. Los animales se cruzan a todas horas por supermercados, calles, escaleras y estaciones de bus, y tienen claras sus delimitaciones. Se miran pero no se dicen. Los encuentros casuales con conocidos no valen mucho más: el juego de máscaras funciona con rapidez y efectividad y, salvo un mal día especial, no es difícil mantener el tipo de las apariencias. Y se sobrevive. Otra cosa es la dosis de soportabilidad que hay que desarrollar en las horas obligadas, aquellas que porporcionan cubrir las necesidades elementales y contra las que, con frecuencia, la filosofía se estrella. Cubramos un tupido velo, que decía el clásico. Se ha apoyado sobre las dos manos, sujetándose los pómulos, tamborilea con sus dedos en las mejillas ajadas por efecto del cansancio nocturno, echa un último vistazo a un texto de André Comte-Sponville, El mito de Ícaro y encuentra...

La gran tentación es la mentira. Y menos por querer engañar a otro que por miedo de reconocer la verdad ante sí mismo. Si es que hay una verdad. Las felonías son raras; la mentira más frecuente es la charlatanería. Se miente por horror al vacío...Pero el hablar por hablar es también una cobardía: miedo al silencio, miedo a la verdad...Es palabra, pero palabra asustada. Este miedo hace que en público todos seamos unos charlatanes. Por esta razón la soledad se presenta como una oportunidad: para, al menos una vez, llegar al final de su silencio. Esta soledad es ante todo interior, "somos soledad", como decía Rilke, en el corazón de la pareja o en medio de la multitud. Pero esta soledad es difícil y uno no la alcanza de golpe. Es más fácil de entrada aislarse en el sentido material del término: el aislamiento no es la soledad pero puede llevar hasta ella. Pedagogía del desierto: hacer el vacío alrededor de sí para encontrarlo en uno. No escuchar a nadie; tampoco decir nada; escuchar su silencio...De entrada para no seguir mitiendo hay que callar. El invierno es la primera estación del alma.

Se queda pensativo, absorto, lejano. ¿Habrá tomado nota?


(El hombre filósofoes una fotografía de Ivan Cap)

martes, 28 de noviembre de 2006

El hombre de los relatos bélicos



Día festivo del verano del cincuenta y tantos, paseando por la pequeña ciudad católica y rural del Norte. Toda una escena familiar de punta en blanco. Ellos, de vacaciones, inclusive el hombre, desplazado desde su ciudad mesetaria, en un ocasional permiso de todos sus empleos y pluriempleos. El paisaje, la tranquilidad viaria y el arbolado todavía existían, hoy guardados celosa y sentimentalmente en el recuerdo, porque el progreso, los tiempos o el mercado, o todos a la vez, los hicieron desaparecer. En los atardeceres, al frescor de la huerta familiar, este padre relataba a los suyos episodios de la guerra civil, aún tan cercana en la memoria y en los silencios. Había formado parte obligadamente del ejército -que no del bando- de los vencedores. Incluso había pagado un precio en su propia carne. Nos encandilaba a los chicos con los relatos sobre sus desplazamientos de frente en frente de batalla. Sus miles de quilómetros andados a pie. Sus experiencias de piojos, de hacinamiento en las trincheras o durmiendo con los muertos que la carnicería iba dejando al lado. Sus escapadas del frente. Sus harturas morales y sus hambrunas biológicas. Hubiera hecho un buen papel como relator o reportero de prensa. La memoria excepcional le hacía dibujar con pelos y señales escenas, localidades, personajes y parapetos. Los que por entonces empezábamos a conocer las mediocres y repetitivas aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín, y casi a punto de las Hazañas Bélicas, las narraciones orales del hombre tranquilo ponía el toque fresco y auténtico de realidad al concepto de la guerra como algo épico y de ficción. Y despertaba una pizca de alarma sobre lo terrible de un conflicto civil armado que entonces, ni por edad ni por ubicación social, era impensable que hubiéramos podido distinguir en sus proporciones. El anecdotario era ágil, prolijo, colorista, divertido y emocionante, interrumpido por preguntas siempre exigentes y desvariadas del círculo de los elegidos. La noche iba cayendo y lo extremadamente curioso es que este hombre nunca se refería al enemigo con tono despectivo, falto de escrúpulos o ignominioso. Al contrario, te hacía ver a ese enemigo como el otro lado del vecindario, el otro equipo con el que se juega un partido, el discrepante. El hombre huyó siempre de consideraciones banderistas o degradantes sobre los otros españoles con los que se intercambió tiros a ciegas sin ningún entusiasmo. En aquel momento yo no lo advertía; o mejor dicho, no advertía su dimensión. Hoy se le agradezco inmensamente.

Fuga



a hora tan temprana moría el día, y yo perdiéndome entre aquel distante punto de luz...

domingo, 26 de noviembre de 2006

Urizen


Pero Urizen, hundido en un sueño pétreo,
yacía disgregado, arrancado de la eternidad.

Los eternos dijeron: "¿Qué es esto? La muerte.
Urizen no es más que un trozo de barro".

Ha vuelto de ver esta tarde al hombre anciano. Se lo ha encontrado frágil, huesudo, inconsistente. Los días y las noches empiezan a no tener sentido para ese hombre de edad infinita arrojado durante horas y horas en una cama. Desorientación. Él ha levantado la persiana. El sol del membrillo, quebradizo. La luz, en la antesala del crepúsculo, coloreaba de amarillo las fachadas. Las nubes, espesas y de un tono de acero, biselaban los edificios. Él se lo ha venido a recordar al hombre viejo. ¿Te acuerdas, le ha dicho, cuando me llevabas de paseo aquellas tardes frías de domingo de mi infancia? El hombre anciano ha callado. Él ha continuado. Sí. Cuando salíamos pronto, después de comer y nos llegábamos hasta la estación del ferrocarril. Y tú me explicabas de qué se componía la estación, las taquillas, la oficina de los factores, la lampistería, la rotonda de cambio de sentido de las máquinas. Y por qué raíles circulaban los trenes. Y de pronto, ante un pitido próximo y potente, permanecíamos quietos, separándonos de las vías, presenciando la entrada majestuosa y enérgica de los grandes convoyes o de los mercancías. Y me mostrabas cómo se cargaban las locomotoras de agua, y cómo llenaban de carbón los fogoneros la barriga de la gran máquina, y cómo hervía el agua de la caldera, y cómo pasaba un empleado golpeando los ejes de los vagones con unos martillos, y tras todo ese ritual necesario que se tomaba su tiempo, cómo el jefe de estación se encaminaba hasta la vanguardia del tren y tocaba el pito y levantaba el banderín de rigor dándole la salida. El hombre anciano ha seguido callando. Ha mascullado algo tan flojo que él no ha entendido. Ha seguido mirando desde la cama la luz mezclada de la tarde sin sentido. Y me gustaba ver cómo te encontrabas con amigos, y hablabais como entendidos sobre el retraso del próximo tren por causa de una avería, o porque las nieves del Norte habían demorado la salida de un expreso, o de las deficiencias técnicas de la autoridad del ferrocarril. Me gustaba sentirme inmerso en un oficio que el niño hacía suyo. Ha visto que los ojos del anciano brillaban más que de costumbre. Paralización. Es un hombre duro que se va acabando poco a poco. Y con todo, ha proseguido él, lo que más me llamaba la atención era lo que había de misterioso en el trazado rectilíneo, sin final, de las vías. ¿A dónde llevarían? ¿Qué paisajes, qué pueblos, qué metrópolis, qué noches y qué días se contemplarían más allá de aquella dirección ambivalente y sin elección norte-sur que roturaba nuestra ciudad? El viejo ha cerrado por un momento los ojos. Ha asentido indefinidamente con un gesto de su cabeza. Es una roca. Al abrir los párpados los ojos tenían un matiz cristalino. Ahora él sabe que también es de barro. Las horas han borrado imperceptiblemente los colores de la tarde.


(Los versos iniciales y el grabado pertenecen a la plancha 7 del Libro de Urizen, del escritor y pintor inglés William Blake)

El Ejército Negro

Vuelve el Ejército Negro. Pero, ¿se fue alguna vez? La foto es antigua, pero no del todo caduca. Evidentemente, hoy no van así, visten clergyman (¿alguien recuerda el término posconciliar?), de gris o de civil normal y desapercibido. Aunque estos soldados del Ejército Negro siempre tienen una impronta especial: sus caras lucen una sonrisa pseudoseráfica (que con frecuencia se torna mefistofélica), sus manos delicadas recitan, su porte de seguridad amedrenta aún en ocasiones, sus modales aparentes exhiben con frecuencia una pretendida influencia y reconocimiento público.

La imagen exterior y callejera de antaño hoy ya no vende. Sólo queda para las altas instancias, es decir, para las jerarquías y sus liturgias. Hoy prefieren que el negro sea la tinta de su prensa, de sus ondas radiofónicas, de sus colegios privados, de sus asociaciones integristas, de su larga mano de la Obra o de sus conferencias episcopales. Pero lo negro persiste. Porque ya se sabe que el negro no es sólo un color, es una acepción. Cuando se hablaba de la España Negra, por ejemplo, no se podía disociar el atraso del país de la influencia secular de los ungidos por el Señor. El término "negro" va unido a la oscuridad. Siguen siendo, por mucho que se las den de modernos, ese lado oscuro de la vida. Porque siguen sintiéndose dominados por el miedo. El miedo a la libertad de pensamiento, a la organización civil laica, a la creatividad abierta y al avance y aplicación de la ciencia en la sociedad. Ah, y el miedo a perder sus prebendas. Porque en España las siguen teniendo, y abundantes y seguras.

El Ejército Negro se rearma. ¿Se había desarmado alguna vez? Su poder e influencia se han transformado. Su brazo armado (la Inquisición) dejó de existir hace tiempo, pero no su acción punitiva (el franquismo lo prueba) Aquél se ha readaptado y respecto a su brazo secular de defensa, ¿qué mejor instrumento que el partido de la derecha española que gane unas elecciones y que les proteja más? Pero incluso esto es efímero, no se fíen. Por eso se apuntan a mil y una manifestaciones conservadoras, por eso pontifican y concluyen documentos que nadie lee aseverando presuntuosamente sobre su modelo de sociedad.

Pero, ¿qué otras armas espirituales poseen? Si tales existieran serían dignos de admiración. ¿La fe, la virtud, la ética, la solidaridad, el sentido de la justicia...? Su fe no va más allá de un vulgar sofisma elevado a la mediocre e inútil categoría del dogma. Sus virtudes quedan en sopa de letras ante sus vicios, principalmente el ansia de poder. Su moral es un refrito de difícil o imposible adaptación a los tiempos, donde su obsesión enfermiza por la sexualidad, por ejemplo, obnubila sus propias directrices hasta el extremo de impedir poner remedio a la extensión del Sida en África. La solidaridad no deja de ser una variante de vocabulario de la manoseada caridad cristiana que nunca arriesga el verdadero reparto de las riquezas. Y su supuesto sentido de la justicia es tan abstracto como impropio, incapaz de cuestionar el sistema, y siempre colisionando con el que la sociedad civil trata de afianzar con su propia capacidad electiva.

A mi me gustaría simplemente que se perdieran en su soledad.

Su bagaje, mucho me temo, sigue siendo al fin y al cabo su complejo de casta. Y como les ocurre a todas las castas religiosas que en el mundo han sido, se fundamenta en tratar de que la realidad exterior -amplia, compleja y que tiene sus propias leyes- tiene que ser como a ellos se les antoja. Justificar todo en pleno siglo veintiuno en una visión pesimista sobre la especie humana, en la culpabilización de ésta y en la falta de consideración a las sociedades democráticas me parece francamente negro. Y yo no les voy a corregir más la plana. Son mayorcitos en edad, pero a mi me parecen infinitamente enanos en su capacidad de pensamiento.

Greta



Me salta a la cara un aforismo de Wallace Stevens...


"La poesía debe ser algo más que una concepción de la mente. Debe ser una revelación de la naturaleza. Las concepciones son artificiales. Las percepciones son esenciales."



Permanezco mudo. Me da en pensar. No pienso. Miro hacia atrás. No miro. Sencillamente, me abstraigo. Me quedo contemplando a Greta...

miércoles, 22 de noviembre de 2006

La mujer varada


Cuando las olas se retiraron
yo no era más que un cuerpo de arena,
un promontorio de sueño
mirando la marea ciega de la noche.
Sentí que me esculpía
una remota lluvia.
Desde el océano convulso
traía el viento ráfagas de espuma
para adornar mis sienes.
Luego la obscuridad modeló el instante
en que la materia se resquebraja
bajo la superficie de lo aparente.
Las sombras que difuminan mis contornos
hablan de mi conversión en animal marino.

Hasta mi llega una caracola:
se escuchan los cantos ancestrales
de diestras hilanderas náuticas
tejiendo las redes de mi cuerpo.

Me abandono al clamor de sus epopeyas
con el orgullo de una despechada.
Mi paisaje es mi fuga.
Varada en una playa núbil.



(Sobre una imagen del fotógrafo griego Manolis Tsantakis)

martes, 21 de noviembre de 2006

El pie de arena


Entre la neblina del amanecer, el paseo del hombre por la playa. Viene de levante una brisa fría. La humedad le atraviesa la ropa, se la clava a la piel. De pronto se la ha encontrado allí. Se ha agachado, la contempla. Recorre con el dedo su silueta, mientras excava el borde del contorno, dando el aspecto de elevarlo suavemente. Después, se sienta junto a ese pie menudo y enternecedor. Observa la pequeñez del talón, su redondez, y luego admira cómo crece en uve hacia el acantilado que forma los reducidos dedos, distendiéndose en sentido opuesto. La huella se expande y progresa, formando una plataforma ligera. Le parece que adquiere la forma de un instrumento musical que apetece sonar. La palpa, masajea con la palma abierta de su mano su superficie oceánica. Quiere introducir sus dedos entre los dedos adheridos de ese pie de sorpresa. Vacila. Los ve resistentes, compactos, dibujando una armonía que no se atreve a alterar. Quiere envolverlos en vida, trasladarles un estímulo; lo intenta. Un roce superficial y el pie empieza a gemir. Le recuerda los tenues vagidos de un recién nacido. Se pregunta si no será el avance de un pequeño golem que va a surgir de los fondos marinos. El pie ha empezado a adquirir consistencia y se deja aproximar a la calidez de sus manos. El hombre se desborda en un impulso: desciende y lo besa; más, lame su perfil arenoso y le sabe a carne. Hay una urdimbre tan cálida en esos dedos que el hombre apenas advierte que se están hendiendo entre sus labios. Que se mueven en su boca. El pie despierta sus sentidos, le vuelve lúdico. El hombre se alza de golpe, pero pierde el equilibrio. Ha querido bailar sobre el pie de arena, intentando poner su pie derecho primero, luego su pie izquierdo, pero pierde su eje. El pie de la arena es más poderoso, más resistente. Puede parecer efímero, y tal vez lo sea, porque esa condición de existir sin soportar la gravedad y el peso de la vida que transcurre le concede fuerza, imagen, valor. Qué más pedir, ese pie de arena jamás padecerá gota, ni esguinces, ni tendrá que calzar estructuras que lo ocultarán y que le torturarán. No tendrá tampoco que sentirse base de seres atormentados o ridículos. El hombre piensa en lo irresponsable que se porta su cuerpo. No se tiene apenas, tal parece que el pie de arena se hubiera llevado con el beso su fuerza y su carácter. El hombre, retorcido sobre la playa, se siente inútil. Se apoya en sus brazos mientras el cambio de marea le empieza a humedecer el costado de espuma. Mira sus manos, de ordinario tan útiles, tan simbólicas. Todo el mundo utiliza las manos, ¿no? En posiciones abiertas o cerradas o gesticulantes, la gente las usa como herramienta pero también como representación. Pero ahora no le sirven demasiado. O sí. Tal vez su destino es seguir arrojado en aquella playa, empeñado en la tarea de dar vida a huellas dispersas. Se conmueve con dulzura mientras admira la huella. Ha puesto su mano derecha sobre el pie de arena y ha entrelazado sus dedos. El mar le trae una canción lejana.






lunes, 20 de noviembre de 2006

Tocando los objetos


Hay días en que te da por tocarlo todo. Días en que entras en la vieja mansión y lo tocas todo con los ojos. Y lo miras todo con los dedos. Vas tocando con los talones la gastada tarima que cruje bajo tus pies, y hasta modificas el paso, para que el sonido sea otro tacto, para que las tablas que se hunden ligeramente se dejen sentir con tu peso. Y te escuchas, y oyes otros pasos; y no hay nadie. Arrastras el envés de la mano en una caricia horizontal a lo largo del friso del salón grande, percibiendo el estuco que se ha ido desgastando por las inclemencias de la soledad. Y la cal te impregna y tú la degustas, como entonces. Deslizas tu índice a lo largo del aparador adornado de polvo y te entretienes pellizcando la redondez de su canto. Has pasado un pañuelo por el cristal de la caja del reloj sujeto en la pared, abres su puertecita quejumbrosa, y totiqueas las manecillas sagitarias que ahora habitan mudas. Las sientes frías, insensibles; y no te resistes a la trastada imposible de cambiar la hora. La biblioteca ya no es ni la sombra de lo que era; permanece la marca de los libros, y sólo algunos ejemplares que no debieron interesar a los saqueadores de la familia se desparraman por los anaqueles. No puedes aguantarte la tentación de palparlos, más que de leer sus títulos; te deleitas haciendo un recorrido rectangular por todos los lados de la encuadernación. Entras en la cocina y abres una vieja alacena donde aún encuentras los restos del menaje. Un almirez de bronce, un molinillo de café con una ruedas de engranaje fluidas, una torre de cazuelas abolladas, un candil con cuatro brazos semejante al que has visto en una edición del Quijote ilustrada por Doré; pero sólo te concentras en el mortero reluciente, decorado con unos temas mitológicos. Lo cubres con ambas manos, lo rodeas como si fuera una esfera armilar que te fuera a dar la ubicación de los cuerpos celestes. Hundes en su costado el calor de tus palmas acuencadas y él te devuelve su textura glacial; ya no está ahí la mujer joven que te cogía las manos y las mantenía entre las suyas, tal como tú pretendes ahora. Las pinturas de los cuartos están oscurecidas y muestran heridas considerables. Pero absorbes sus colores contradictorios -marinos, verdosos, rosáceos- que diferenciaban los dormitorios de unos y de otros, tal como lo hacías en tu juventud. Te has sentado en un jergón metálico y has jugueteado con uno de los pomos que remataban el cabecero. Cuando has abierto los cuarterones del amplio ventanal no los has soltado, ni tus dedos han cesado de tamborilear sobre ellos; tu mirada se ha escapado al horizonte de hace cuarenta, cincuenta años atrás, y donde hoy la mudanza exhibe todo yermo; peor, irreconocible entre trazados de asflato.

Has respirado profundamente. Cada tocamiento ha sido una recuperación. Cada sujeción, una descarga melancólica. Cada caricia a los objetos, una navegación por la memoria. Recuerdas de pronto lo que te dijo Alejandra, la vecina escribiente, poco antes de que volviera a América, en aquella ocasión en que te vio toquiteando por aquí y por allá: hay que aprender a tocar los objetos, te dijo, a acariciarlos como quien conoce largamente sus secretos...

Y tú has vuelto a aprender, tal como te aconsejó la Pizarnik.





















(Las pinturas son de Luis Quintanilla)

domingo, 19 de noviembre de 2006

Good nigth, Sísifo!


Ha leído esta tarde en Camus: “Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra.”

Se ha dejado caer, paralizado. Tanta luz le deslumbra. Y sin embargo, es su luz. Se había quedado siempre con la parte técnica, la imagen en que el condenado para la eternidad sube con la piedra a lo alto de la montaña, la arroja y desciende para repetir la operación. Sabía de la astucia de Sísifo, sabía de su desafío a los dioses, sabía de su reto a la muerte, sabía de la puesta a prueba del amor de su esposa, sabía de su condena monótona e imperecedera, pero ¿lo del héroe absurdo?


Y sin embargo, vuelve a pensar en el condenado. ¿Sirve para algo la tarea, salvo para que quede constancia del castigo divino? ¿Cómo se siente el héroe absurdo ejecutando un esfuerzo sin fin? Si el triunfo de la sentencia despótica es irreversible, ¿no es un héroe sin esperanza? Y si no le queda esperanza, ¿qué le queda? ¿Conciencia, como dice Camus? “En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, Sísifo es superior a su destino, es más fuerte que la roca.” Mas, ¿para qué le sirve?

En años pasados ya lejanos ha venido escuchando con entusiasmo la palabra conciencia, al menos en la misma medida que anteriormente oyó pronunciar con fanatismo el vocablo fe. Hoy se vive un momento extraño en que nunca habitaron tantas palabras, pero que tal pareciera que fueran pasto de su vaciedad. Tal vez por ello, los mitos griegos no suelen trasladarse a la comprensión de la vida cotidiana, como si los arquetipos hubieran quedado colgados en el armario de la literatura y de la filosofía muertas. Pero él necesita una explicación. Necesita traducciones simultáneas en que el arcaico panorama mitológico le aporte imágenes.

La conciencia. Al fin, ¿somos sólo esto? Asalariados varias veces engañados: por la plusvalía no obtenida, por el modelo de consumo que se vende religiosamente, por el destino eternamente incierto, por la asunción idílica y tal vez irresponsable de formas de vida marcadas. Pero si no te das cuenta, si no lo cuestionas, si no lo mides, no pasa nada. El que no piensa, no sufre. Es en el momento preciso en que te da en reflexionar sobre sus contradicciones, en que lo relativizas, en que lo desacralizas, es en ese instante cuando se torna trágico. ¿Será ésa la conciencia?

“Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma”


Se sabe ante la misma labor de todos los días. El objetivo de ganarse el pan, de mantener un estilo de vida, de economizar unas relaciones familiares, de dejarse llevar, simplemente, para no perder reconocimiento y quedarse fuera de juego...aspectos técnicos, que él diría. Repitiendo gestos y esfuerzos y frustraciones hasta que el cuerpo aguante o pase a ese estado de bienaventuranza llamada pensión. Y en esa rueda de la fortuna o del infortunio, según lo mire él, se debate entre el ansia de felicidad imposible y el absurdo de lo inalcanzable. Está muy cansado, y Camus no le salva, aunque le resulte contundente: “Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en que su destino le pertenece. Su roca es su cosa” ¿Qué puerta del destino estará abierta para los hombres rebeldes, no sólo los absurdos que dicen sí, sino también y sobre todo para los irreductibles que dicen no?, se pregunta.

Mientras se queda pensando, escucha a Cecilia Bartoli entonando el aria Agitata da dua venti, de la ópera La Griselda, de Vivaldi, y se deja arrastrar quedamente por un entusiasmo hacia la noche en que seguirá siendo Sísifo. Al mirar la fotografía de Salgado, se le ocurre tontamente que hay otros Sísifos que lo tienen peor.

(El Sísifo superior es obra del pintor polaco Marek Zulawski; el Sísifo en multitud es tomado de la realidad por el fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado)

Otra noche


Otra noche, de nuevo. Del día te separa una luz ausente. Dónde la serenidad. La mirada se abre de golpe. Los ojos se abandonan a la obscuridad y lo ven todo. El cuerpo se llena de relámpagos. Los colores mordisquean los músculos. Transfiguración de la piel. Un recorrido en plenilunio inquieto. Tírate, estírate, diluye los huesos, deja de respirar. Envuélvete como planta trepadora que cae desde el alféizar. Crucifícate arrojado a tinieblas sin geometrías. Abre la boca al viento que penetra por la ventana. Estás degustando su gelidez. Distorsiana tus piernas. Cubica tu sexo en el alfabeto inútil. Contorsiona tus brazos. Esas manos abiertas se contraen y se vocean de un extremo a otro de tu mismo suelo. Estás sobre ti mismo. Te sientes bajo ti mismo. No sabes si entras o sales. Un rayo traslúcido te taja. Eres todo chillido. Caes. Todo calla. Eres lo que no eres.


(Acompaña a la noche una pintura del artista polaco Marek Zulawski)

sábado, 18 de noviembre de 2006

Nuevo día

De nuevo otro día: sólo nos separa de ayer una persiana. Y la expectación tenue de una mirada perdida.

jueves, 16 de noviembre de 2006

Las últimas manos


Ha contemplado las últimas manos. Ni rastro de las que un día sujetaron la fuerza de un trabajo. Ni huella de las lentas caricias sobre un cuerpo. Ni noticia de lejanos mensajes que enviara. Ni pálpito de aquellas que volcaran unos pechos de leche sobre unos labios tiernos. Ni memoria de lentos ejercicios de zurcidos nocturnos. Ni sueño de unas palmas abiertas al placer olvidado. Un día debieron ser, se deduce. Uno ni imagina la milmillonésima acción con esas manos. Se intuye la infinita capacidad de movimientos. Se vislumbran las apreturas, los agarres, los apretones, los asimientos, los consejos, los restregones, los vapuleos, los cosquilleos, los troceamientos, las cortaduras, los despellejamientos, los sabañones. Hoy descansan sobre un regazo marchito de los largos sinsabores del olvido.

Ni el más sabio ni el más osado ni el más triunfador ni el más portentoso está al margen de contemplarse en las últimas manos. Oración: manos nuestras que estáis en el cuerpo...

Recordando la vida que se va yendo, echa mano (qué expresión tan lúcida como dimensionada)de cierto poema de Konstantino Kavafis, poeta griego de Alejandría:

El envejecimiento de mi cuerpo y su apariencia
son heridas de terrible puñal.
Resignación no tengo.
A ti recurro oh Arte de la Poesía,
pues algo sabes de remedios;
tentativas de envolver el dolor en la Imaginación y la Palabra.
Son heridas de terrible puñal.
Ahora tráeme oh Arte de la Poesía
tus consuelos para que -aunque sólo sea por un instante- no perciba la herida.


(Melancolía de Jasón hijo de Cleandro, poeta de Komagene)


miércoles, 15 de noviembre de 2006

La salvación de Wang-Fô

¿Cómo nos salvaremos? Para saberlo, viene bien leer el cuento de Marguerite Yourcenar. Porque Wang-Fô, el pintor chino, del que se decía que nadie como él pintaba tan bien las montañas saliendo de la niebla, por ejemplo, o las olas del océano, no era un pintor del estricto bucolismo o de la naturaleza inocente. O si lo era, no podía imaginar las repercusiones que sus obras podían tener. Y cuando las pinturas de un genio como Wang-Fô, que eran tan vivas al menos como la realidad misma, representaban a un caballo, éste tenía que ser dibujado sujeto de las riendas porque si no podía escapar al galope del cuadro.

Y sin embargo, este pintor humilde y sencillo, del que el cuento narra que hubiera podido ser rico, pero le gustaba más regalar que vender, y que distribuía sus pinturas entre las personas que las apreciaban en su justo valor, o bien las trocaba por un tazón de comida, este bueno de Wang-Fô también se encontró con la desgracia a instancias, en este caso, nada menos que del Emperador de Han, la antigua China.

No es fácil sospechar que una obra bella, bien hecha y llena de elementos poéticos, pueda ser causa de insatisfacción e infelicidad. Y sin embargo, sucede. ¿Cuándo? Cuando la obra misma lleva a suplantar la idea que se tiene de la realidad en la mente del contemplador. El joven emperador chino había sido educado en un palacio cerrado a la realidad exterior. Y el palacio, decorado con las pinturas mágicas de Wang-Fô, habían transmitido al joven una percepción de lo real tan sublime y perfecta que el joven alevín de emperador tomó como la única realidad. Sin embargo, cuando al fin, ya adulto en ciernes, pudo salir más allá de los muros del palacio se llevó la decepción más absoluta. Y lo describe así:


A los dieciséis años vi abrir las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Mandé que me trajeran una litera: sacudido por unos caminos cuyo barro y piedras no había yo previsto, recorrí las provincias del Imperio sin encontrar tus jardines llenos de mujeres semejantes a las flores, ni tus bosques repletos de antílopes y pájaros. Los guijarros de las orillas me hicieron aborrecer los océanos; la fealdad de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales y la risa soez de los soldados me da náuseas. Y este argumento fue la maldición para el viejo pintor. Y la condena.

Sin embargo, siempre hay un precio por la vida. Como hay un reconocimiento por la creación. Una antigua obra inacabada que el Emperador desea que sea terminada, le va a permitir a Wang-Fô la salvación. ¿Cómo? No lo digo. Hay una apuesta mágica del cuento que transmite que lo más importante es nada menos que la inmersión en la obra genial, la que se distancia de la falsedad y valora la obra bien hecha, la que está impregnada del sentido de la belleza y la libera del valor del mercado.

Sin ser un típico cuento expresamente moral está absolutamente preñado de ética, como es costumbre en toda la filosofía oriental. Y Marguerite Yourcenar ha sabido pintarlo con todo su encanto. Yo, al menos, llevo dos días releyéndolo, y tratando de encontrar el resto de sus Cuentos Orientales.

(El dibujo de Wang-Fô y el Emperador de Han es de Georges Lemoine, de la edición en Editorial Gadir de Cómo se salvó Wang-Fô; en la foto de abajo, Marguerite Yourcenar y su sonrisa dulce)





martes, 14 de noviembre de 2006

domingo, 12 de noviembre de 2006

Minotauro en azul


Minotauro yace herido de muerte, como antes yaciera y muriera de amor. No tenía escape. Vivir en el laberinto sólo es llevadero si se espera ser redimido algún día. Ni seducir muchachos ni doncellas, ni derrotar a osados salvadores le liberaba. Ni siquiera el eco de su ferocidad impactando en los confines del reino de Minos. Era el precio de su supervivencia, su condición, su destino. No sabía ni podía hacer otra cosa, tal vez, condenado como estaba a la ocultación. Teseo redimió al minotauro, probablemente como un acontecimiento anunciado, infringiéndole la muerte. Y como cuenta Borges al final de su relato La casa de Asterion, según confía Teseo a Ariadna el minotauro apenas se defendió.

Si no fuera por Picasso, no resultaría tan atractivo el mito, ni tan simpática la figura del monstruo. Probablemente, ese tratamiento especialísimo fuera debido a que el pintor encontraba en mayor o menor medida su alterego en el personaje mítico. Su dedicación exhaustiva al tema sirvió para que conozcamos una buena colección de representaciones del minotauro, a cual más fascinantes.

Una biblioteca tiene también mucho de laberinto. Creo que cada vez es más el Laberinto. No sé si los libros, como las infinitas calles del laberinto, conducen a salida alguna o si sólo sirven para deambular por la vida y sortearla. Leer es hacerla guiños, echarla pulsos, conjurarla. En momentos en que el lector se apasiona, cuando uno sabe que descubre algo nuevo aunque el texto sea viejo, incluso aunque ya lo hubiera leído antes, cuando uno sabe que toca lo bueno y hasta lo asombroso, en instantes así el lector se siente el minotauro que ruge dentro del laberinto. No se sacia, y ansía que le vaya deslumbrando más sorpresa allá dentro.

Dicen que la lectura abre puertas, salidas. No estoy tan seguro: las puertas de la lectura conducen a nuevas habitaciones, y éstas a otras. Indefinidamente. Vivir entre lecturas ratifica el laberinto de la existencia. Puede que leer no salve, pero compensa con creces el extravío.

El revés y el derecho

Su cuerpo se ha recuperado algo esta noche. El agotamiento de ayer fue la consecuencia del cansancio de los últimos días. El cerebro se agota a veces más de lo debido, y traslada su pesadez al resto del organismo. Con frecuencia el hombre respira más hondo que de costumbre, suspira por sorpresa, se le caen los brazos y las piernas sin que nadie lo advierta o se detiene con la habitación de la memoria en blanco. Entonces desea oler una flor aromática, escuchar el silencio del viento o tocar la hierba con la palma abierta de su mano.


Su entrega al sueño ha sido su sometimiento incondicional a los sueños. Ese viaje nocturno ha ventilado su mente, ha oxigenado su sangre, ha distendido sus músculos. Allí él ha jugado con la hierba, un aire lejano le ha ofrecio una melodía, el olor de la flor perdura en su recuerdo desde la noche. Ha tomado un librito de Camus y en el relato titulado El revés y el derecho lee, por ejemplo:

"...Puedo decir, yo lo diré ahora mismo, que lo que importa es ser humano y sencillo. No, lo que importa es ser verdadero. Y entonces todo se da en ello naturalmente: la humanidad y la sencillez. ¿Y cuándo, pues, soy más vervdadero que cuando soy del mundo? Me siento colmado antes de haber deseado. La eternidad está ahí y yo la esperaba. Lo que ahora deseo ya no es ser feliz, sino tan sólo ser consciente.

Un hombre contempla su tumba y el otro la cava: ¿cómo separarlos? ¿Los hombres y su absurdo? Pero he aquí la sonrisa del cielo. La luz se hincha y pronto será verano. Pero he aquí los ojos y la voz de aquellos a quienes hay que amar. Me aferro al mundo con todas mis fuerzas, a los hombres, con toda mi piedad y mi reconocimiento. Entre este derecho y este revés del mundo, no quiero elegir, no me gusta que se elija. La gente no quiere que uno sea lúcido e irónico. Dice: Esto demuestra que usted no es bueno. No veo la relación. Verdad es que si oigo decir a alguien que él es inmoralista, traduzco que tiene necesidad de imponerse una moral; que desprecia la inteligencia, me da a entender que no puede soportar sus dudas. Pero es que no me gusta que se hagan trampas. El mayor valor consiste en mantener los ojos abiertos a la luz, así como a la muerte..."

El hombre se ha quedado mirando un horizonte ocupado por colores, geometrías y ruidos. Pero no los ve. Sólo ve el revés y el derecho camusianos hirviendo sobre sí mismo.

(La foto superior, la del revés y el derecho, es de Michael Barnes; abajo Albert Camus en una imagen archiconocida)

viernes, 10 de noviembre de 2006

Los adoradores de la palabra

Parece un grupo escultórico, pero no lo es. Son adoradores reales. La geografía de la adoración es amplia. Viene de antiguo y persiste en muchos corazones, que es la manera poética y condescendiente de decir de las mentes que se resisten a evolucionar. Reviste formas variadas y aparentemente complejas, tantas cuantas religiones, doctrinas, iglesias, sectas, madrasas, escuelas, partidos o mercados abundan por el planeta.

Unas adoraciones se dirigen a dioses improbados, otras a profetas improbables, otras a figuraciones de la naturaleza que se sacralizan, otras a formas de poder que se divinizan, otras al nada simple becerro de oro. Lo que tienen en común es que todas, todas, son adoraciones de la palabra. Utilizan la palabra para vincular, para trasladar, para ordenar, para controlar, para dominar, para someter, para anular o simplemente para el trueque. Lo que tienen de limitación es que el culto y la adoración a su (atención: aquí cambia el artículo por el adjetivo posesivo) palabra es siempre reducida, simplificada, obsoleta. Lo que no parece que sirvan ya es para liberar, para razonar, para evolucionar. Dicho de otra manera, es la utilización de la palabra a la defensiva.

¿Lo entendió así el artista Sergei Shutov en aquella creación titulada Abacus? Pude verla el último verano en la exposición Russia! del Museo Guggenheim, y su montaje fue toda una sorpresa para mi. Nada al uso. El público visitante, que se estaba saturando (sobrevolaba el síndrome de Stendhal) con pintura que iba desde los iconos, pasando por las copias rusas de todo lo habido y por haber sobre los estilos modernos occidentales hasta las megalomanías del realismo socialista (algunas con bastante kitch, desde luego) nunca vistas en España y algunas cosas de la Glasnót, el público, digo, se estrellaba contra la habitación misteriosa de Abacus. Y la escena, tan rompedora como tétrica, le acababa espantando.

Un conjunto de diez o doce figuras de orantes mecánicos cubiertos de vestimentas negras se inclinaban continuamente en dirección a una Meca o a un Vaticano o a un Muro de Lamentaciones por excelencia de estos tiempos: una Gran Pantalla (¿un Gran Hermano?) donde desfilaba un texto (¿acaso el mismo texto?) en diferentes alfabetos o caracteres, ya fueran rúnicos, hebreos, chinos, árabes, latinos, cirílicos, etc. A su vez, en aquella habitación oscura, como complemento se oían cánticos, que se alternaban y tomaban el relevo, representativos de distintas religiones: salmodias judías o musulmanas, gregorianos, rezos de monjes ortodoxos, cantos budistas...

La interpretación, como en todas las creaciones artísticas o perfomances, siempre está abierta. ¿Se inclinaban los orantes ante un Principio? ¿Pretendía el artista vincular los rituales, por otra parte nada lejanos unos de otros? ¿Trataba de decirnos que el secreto de las religiones se mantiene por esa triple articulación de texto, canto y liturgia, eso sí, siempre repetitivos y secuenciales? ¿O que la repetición abusiva y formal de la palabra acaba diluyendo el contenido de la misma?

El efecto estaba conseguido, sin duda. En un rincón adaptado circunstancialmente el artista generaba un sincretismo casi real que te hacía sentirlo, y a la vez repudiar. Para mi la emoción estuvo asegurada. Donde la mayoría de los visitantes pasaba de largo, yo percibía una especie de pathos que me seducía y me tiraba para atrás. Entonces me di cuenta de que la palabra (el texto, el libro, el discurso, el mensaje...) vale si se rebela, si crea, si genera otras palabras, si descubre, si profundiza, si argumenta. No, desde luego, las palabras de la exposición no eran mis palabras. Las que uno debe seguir buscando, aunque no siempre se encuentren.

Uno recuerda unos versos de Octavio Paz, y comulga de sus conceptos...

"PALABRA, voz exacta

y sin embargo equívoca;

obscura y luminosa;

herida y fuente: espejo;

espejo y resplandor;

resplandor y puñal,

vivo puñal amado,

ya no puñal, sí mano suave: fruto"

(Las dos fotografías del medio son sobre la obra Abacus de Shutov; la de arriba a una obra de orantes de carne y hueso; el hombre de aquí al lado es Sergei Shutov, nacido en Dresde en 1955)


jueves, 9 de noviembre de 2006

Infamia





INFAMIA. Se toma también por maldad o vileza grande en cualquier línea.


INFAME. Desacreditado, que ha perdido la honra y la reputación.
Significa también mui malo o vil en su línea.



(Diccionario de Autoridades, primer Diccionario de la RAE, año 1732)


¡Y si después de tántas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!

¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da!...
¡Y si después de tánta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!

¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena...
Entonces...¡Claro!...Entonces...¡ni palabra!

(César Vallejo, Poemas Humanos)

El espejo



dice Epicuro de Samos:

los sueños no poseen naturaleza divina ni poder adivinatorio, sino que se producen debido a un flujo de simulacros

martes, 7 de noviembre de 2006

La zarza ardiente




“...Y apareciósele el ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de un zarzal, y él miró y vio que el zarzal ardía en fuego, y el zarzal no se consumía...”

(Éxodo, 3-2)


Se ha quedado ausente, permanece atenta al postrero rumor, se han detenido los últimos suspiros, se diluyen los vahos fijados sobre los cuerpos de vidrio, mantiene la vista extraviada, retomando un aliento calmo, normalizando la respiración, palpando la piel que se enfría lentamente, ahuyentando el encrespado erizamiento, replegando sus pezones de acero, se asienta el rostro anguloso, prende la tea de su cabellera, se relaja la tau de sus facciones afiladas, los labios reblandecidos por los últimos besos, la máscara curtida en batallas recelosas, toda su facialidad se despliega orante y mistérica, mirada oblicua, caída sobre los territorios del pensamiento profundo, apenas dispone un leve ejercicio para salir de su encogimiento, se retrae para proyectarse, abandona el impulso, dilata los músculos, se deja caer, se estira, se destensa, baila una danza de desvinculación, mientras la mano oculta sigue sin desasirse, esa palma que es poco a poco abandonada, apartada por otra mano ajena que se va desprendiendo imperceptiblemente, porque es la hora de desencontrarse, porque la luz del amanecer desnuda, porque la quietud descubre un espacio yermo, porque el silencio despoja, porque las miradas se han tornado níveas, porque las dudas se reencarnan en la corporeidad acostumbrada y fatal, sus dedos largos acarician el envés de su brazo, o acaso van en busca de los dedos aún no recuperados, el contorno de su torso se remarca entre perfiles de sombras, allá donde otras manos tantean ese límite en el que pugnan la oscuridad y el destello mortecino, los huecos umbrosos se sosiegan desde lo más abismal de sus secretos, la mujer de fuego ha desatado sus cabellos, surcos flameantes donde germina el viento, cubre con su longitud el espacio impenetrable de la soledad, desparrama los signos de su entrega por la tierra baldía, ya no se ofrece, ya no es la víctima propiciatoria, ya no debe ser entregada al precio de la redención de ningún hombre, se enroca en su propio testimonio, flota indescifrable, está y no está

(La fotografía es de Man Ray; la cita procede de la Biblia del Oso, traducción de Casiodoro de Reina, editada en Basilea en 1.569)





lunes, 6 de noviembre de 2006

De héroes y mortales




ALFA. Los héroes griegos, ¿son seres ejemplares, que señalan el camino del triunfo, o son tipos mediocres, que testimonian los fracasos y dan fe de la condición limitada de la especie? ¿En qué reside la heroicidad? ¿En ejercer de recaderos de las divinidades? ¿En poner algo del orden superior en el mundo inferior? ¿En garantizar los atributos y virtudes que los dioses no pueden asegurar entre los mortales, porque los dioses nunca bajan de las alturas? Lo heroico no garantiza el triunfo. Lo heroico no autoasume el fracaso. Lo heroico es un estado dinámico, caracterizado por el riesgo, el reto y la disputa. Los triunfos de los héroes son siempre pírricos, efímeros, circunstanciales. Hay una especie de condición de ida y vuelta donde, con frecuencia, lo que parece un logro feliz se torna una desdicha. Encarnan en este sentido el precio mismo de la vida, la manifestación sometida a fuerzas alternas y opuestas. De los héroes se asevera que destacan frente al común de los humanos. Que son los intermediarios entre los dioses y los mortales. De los héroes se habla cuando se relatan sus hazañas (a veces éstas son amañadas) De lo que se deduce que lo importante no es el acontecimiento en sí, sino el relato del acontecimiento. Lo que va a quedar no es la gestión a favor o en contra de otros mortales, o el cometido llevado a buen puerto en nombre de los dioses. Prueba de ello es que según han transcurrido siglos, la tradición oral ofrece versiones variadas, diferentes e incluso contradictorias. Las hazañas lo son más, exhiben mayor entidad, cuando se encarnan en mensajes. Esa es la transcendencia de los episodios heroicos para las generaciones venideras. No importa las dobleces y desviaciones del argumento. El medio es el mensaje y éste es la gesta. Ah, se me olvidaba: los héroes a veces son recompensados por sus acciones. Incluso pueden escalar y ser una especie de paradioses (No todos los dioses están de acuerdo en beneficiar excesivamente a esta casta, no les parecen suficientemente fiables, principalmente si se les propone un poder no previsto)





BETA. Los héroes son mortales. Pero hay mortales que no son héroes. Probablemente, la mayoría. Más bien no son héroes porque no se les reconoce ese derecho de primogenitura. Los mortales no han sido seleccionados. Los selectos son precisamente los héroes. Entonces, los mortales, ¿de qué van? ¿De inercia pura? ¿De accidente excremental de la naturaleza divina? ¿Son la justificación de los demiurgos? ¿Osan ellos también alguna vez ser como dioses? ¿Se aventuran a desafiar la voluntad de estos? ¿Arriesgan cuestionar la autoridad olímpica? ¿Se sienten tentados a rebelarse contra las leyes de las grandes familias que trazaron los destinos? ¿O se conforman con habitar? Dícese que los mortales ocupan, atrapan y rivalizan. ¿Sólo eso? ¿Obran conforme a los imperativos que los dioses han previsto en su macroorden? Dícese también de los mortales que, por su propia naturaleza, no pueden pretender más allá de sus confines. Que esa restricción, decidida por los dioses, propicia la seguridad de estos. Además, sus modelos directos no son los dioses, a los que nunca conocerán, sino los héroes. (Los dioses han sabido crear cortafuegos, con vistas a evitar dificultades que a los dioses más arcaicos no se les hubiera ocurrido prever)


GAMMA. Las cosas no son tan sencillas en las grandes alturas. Los dioses siempre han sido arrojados seductores y desmesurados amantes. Las descendencias han generado familias de todos los niveles en las esferas olímpicas. Podría sospecharse incluso que hay también clases sociales entre los dioses, lo cual resulta absurdo, porque los dioses no saben de sociedades, y porque son seres únicos y absolutamente identitarios. No obstante entre ellos hay atracciones, repulsiones, aproximaciones , intervenciones, desencuentros, disputas, mixtificaciones, divergencias, robos, ocupaciones espaciales...y, consecuentemente, se producen cesiones, premios, promesas, persecuciones, castigos, engaños, violencias múltiples...Los dioses también se enzarzan, bien porque unos tomen una iniciativa que perjudique a otros, bien porque otros tengan que responder a las provocaciones de los unos. Curiosamente, hay muchos familiares de dioses que además tratan de sacar de su esfera elementos que beneficien a los mortales (Prometeo sabe de esto mucho) Hay, por lo tanto, y en esto se ponen de acuerdo todos los autores y bastantes embajadores, dioses rebeldes.

(continuará; las fotografías son de Ivan Cap)

domingo, 5 de noviembre de 2006

El laúd de Bagdad

Cómo impregna la noche los acordes expresivos del laúd árabe. Qué sensación dejarse arrebatar por sus tonos, sus melodías, sus escalas. ¿Lo habéis intentado alguna vez? Lo que me llega son aromas, memorias, fantasías, imágenes ancestrales desaparecidas de pueblos prósperos y, por qué no, relatos de Las Mil y una Noches...

Hace mil cien años largos un extraordinario estudiante de música llamado Ziryab fue acogido por la corte del califa Harun al-Rashid de Bagdad y se cuenta que causó tal impresión a éste que suscitó los celos de su maestro y se vio obligado a escoger el camino de la diáspora. Tras viajar por Siria, Egipto y otras ciudades del Norte de África, acabó instalandóse en Córdoba para fortuna de la cultura andalusí.

Escuchar las composiciones y los modos (maqáms) de las manos de plata y con el espíritu entregado del joven intérprete iraquí Naseer Shamma es un regalo para los sentidos. ¡Cuánto nos queda por conocer! Shamma ha sugerido toda una trayectoria desde el Eúfrates hasta el Guadalquivir (así se titula el disco que estoy escuchando) vinculando la herencia de Ziryab con sus recreaciones. Temas de meditación, de tristeza, de estética, de nostalgias mesopotámicas, de configuraciones mitológicas, de simbologías cósmicas, de alegorías (del Discurso del Alma dice el mismo autor que "representa la infancia el alma y su empeño sublime por superar los momentos de cambio y dolor"), de descripciones sobre Ziryab y su entorno y, cómo no, del amor.

Entonces uno descubre la vieja sabiduría: cómo los maqáms fueron formas de filosofía, cuyo instrumento no lo constituyó tanto la palabra como la música. Una dimensión que proyecta nuestras fantasías a través de un sinfín de modulaciones y tonos precisos. Un camino que lleva a una absorción espiritual por parte del músico, que recuerda esa entrega incondicional de los hombres del jazz. El soul de estos nos resulta más familiar por ser un fenómeno más reciente en el tiempo y más popularizado en Occidente, pero en absoluto los tocadores de laúd árabes les van a la zaga.

Naseer Shamma nos ofrece al final del disco con su espléndida voz unos versos del genial poeta sevillano del siglo XII Abú Medyán:

"¡Oh corazón!, visitaste al amado y no se apaciguó esta pasión.

¡Qué maravillosa es para un corazón que se abrasa en la dicha!

Creció el amor alejándose la paciencia y al intentarlo ante la visita, se ocultó.

Las llamas del amor las avivó un jardín, y ante él la voluntad se liberó de la paciencia."


Impresionante: Naseer Shamma ha inventado incluso un método de tocar el laúd con una sola mano, pensando en los mutilados de la desgraciada e impuesta guerra de Irak. Cuando se ven estas cosas, la capacidad de recuperación de la especie humana emociona. Y uno desea mantener aún la esperanza.

sábado, 4 de noviembre de 2006

El hombre formado




















tras la lluvia incesante una leve claridad;
me acosté como náufrago exhausto
de la noche
a escuchar el sonido de los ríos descendiendo
por las entrañas de la playa;
su rumor me hipnotizó;
no vi llegar más nubes en legión;
allí quedé dormido
acariciado por los guijarros que besaron
con la pasión de todas sus aristas
y la calma de sus redondeces
todas mis pieles;
hasta tatuarlas...


(sobre foto del hamburgués Bill Brandt)

viernes, 3 de noviembre de 2006

Las otras muertes



Recuerdo los versos del poema que un íntimo escribió hace muchos años: Un hombre muere en mi cada vez que un hombre muere/ por la mano y la injusticia de otros hombres. Fue entonces la respuesta juvenil a un acto de sangre de manu iuridica, podría decirse, tan común en España hasta hace treinta años. Llegóse al pacto, pero la sangre siguió corriendo luego desde otras manos milenaristas, y en nuestros días mostróse rediviva desde las garras maritales. Siempre hay un motivo para la sangre, entre todos aquellos que no quieren saber de los motivos para la vida.

El entorno mundial (cuando se castellaniza alegremente el vocablo anglosajón inglés global parece que estamos quitando hierro, sial y sima a la dimensión y profundidad de lo que es el planeta y las sociedades) no depara avances superiores precisamente. Un simple vistazo a los periódicos, un veloz zapping de telediarios y...y Palestina está ahí, Irak está ahí, Chechenia está ahí, Darfur está ahí (por cierto, ¿quién y cuántos saben dónde está Darfur?) ¿Dentro de poco Oaxaca estará ahí? Sí, están ahí. ¿Algunos creíais que están allí, lejos lejísimos e inalcanzables (nosotros)? Partes de una respuesta: 11-M, 11-S, cayucos, etc., por ejemplo.

Pero cuando digamos muerte no pensemos sólo y automáticamente en la inapelable, la categórica, la eximente. Pensemos en las otras: en la falta de opción, en la ausencia de decisión, en el obligado sometimiento, en el ineligible acatamiento, en la cruel resignación. Los otros vocablos de la muerte. Los que más pronuncian las mujeres globales, ah, perdón, las mujeres de cada rincón de la Tierra. Una pronunciación con sonido a silencios, a llantos, a represiones, a desestimaciones.

Quietos: yo soy de los que creo que esto no se puede decir de todas las sociedades por igual. Que aunque el ángel exterminador se desplaza etéreo y vengativo por cualquiera de los pueblos y ciudades más recónditos, hay no obstante culturas más favorecidas (con harto esfuerzo e iniciativa tras su historia anterior) y culturas donde aún tiene que desarrollarse mucha contrastación, mucho debate, mucha resistencia, mucha ruptura con leyes y tradiciones. Tomando en ello parte hombres y mujeres, aunque tengan que tambalearse preceptos religiosos, ideológicos e institucionales (pienso especialmente en el mundo islámico, cuya cultura ha cabalgado paralela a otras y de la que, lo ignoremos o no, también somos bastante herederos)
Después de todo, tras las formas y los mecanismos instrumentales está siempre el poder por el poder, y de los mismos que quieren mantener el poder.

En la fotografía de Rudolf Koppitz veo a las mujeres tiroteadas hoy impunemente en Gaza por las autoridades sionistas de Israel o a la última mujer asesinada por su pareja (eufemismo) en cualquier pueblo o ciudad española, pero también a Muazzez Ilmiye Cig, venerable mujer turca laica que ha sido exculpada por un tribunal en el que la habían demandado los integristas islámicos de su país por revelar sus investigaciones sobre el origen del velo musulmán, o a Seyran Ates, abogada turcoalemana amenazada por el marido de una mujer maltratada que había defendido, o a María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional español, recusada por el incalificable partido de la oposición...Siempre las mismas intenciones, las mismas manos, las mismas envidias...

(Los ejemplos están extraídos con simplemente abrir un periódico de cierto interés informativo; Rudolf Koppitz era un fotógrafo checo-austríaco, nada fácil de entender el nexo, pero entre 1884 y 1936 se entendían muchas cosas, o no)

jueves, 2 de noviembre de 2006

Elogio de la caligrafía



Majestuosamente enquistada como una letra capitular, principia el párrafo y apacigua la espera, alojada en la habitación simétrica y textual, asoma inhiesto el quinqué en un punto del cabecero imantando un norte, blanqueando el catre diminuto donde las sábanas apenas destapadas se tornan cuerpos puros, el significado puede aguardar, ahora es sobre todo la forma desplegándose con trazos afinados y disímiles, la espalda de nieve absorbe la luz de la luna, el arco de un violín silencioso tensa una superficie de cristal, se descubre una extensa resma de holandesa donde escribir las caligrafías más bellas esa noche, la espina dorsal se estira como una cuerda única que trazará las líneas y delimitará los márgenes, límite de la armonía, pausado despliegue de vertientes umbrosas, encuadre de levedad que reparte los volúmenes y apura los espacios, cabalgan desde orientes indefinidos las letras de lejanos alfabetos, indescifrable recitación en la que sólo la piel se impregnará de tintas olorosas, desconocidas raíces segregando tonos y fijando texturas, paciente descenso de las más arcaicas ornamentaciones, tiempo y lenguaje en que los signos han de converger hasta erigir escalonados mandalas de purificación y ritos, volátiles pinceles prestos a dibujar arcanas representaciones donde los alfabetos se despojan, y al final un vocablo intuído plasmará la huella...

(Fotografía del hamburgués Bill Brandt)

miércoles, 1 de noviembre de 2006

La renuncia


Mira el crepitar de la hoguera, no hay fiesta no hay salto no hay ritual, pero el fuego siempre es un símbolo oculto en las entrañas. Una figura aterradora, desposeída a los dioses. Una densidad que burla cualquier geometría. Una metáfora donde creación y consumación se miran cara a cara. La bocanada del azar. El alma de la tierra. La herramienta de las civilizaciones. La disolución de la materia. El hombre atormentado. Mira la luz envuelta en cientos de colores inaprensibles. Se contempla en el espejo intocable. Se ve y no se reconoce, líneas infinitas de luz donde se hipnotiza. Para ser de nuevo tiene que arder del todo. Era la opinión de la antigua sabiduría. Pero, ¿está garantizado el paso de la frontera ígnea? Y más allá, si lo logra, ¿se trata de ser de nuevo o sólo puede existir si ya es otro? Absorto en la llamarada creciente, la distancia se abrevia. El tiempo y el espacio enfilan su conjunción. Él se sabe prendido desde hace ya tanto. Magmático en su pasión, encendido en su vehemencia, vivaz en su búsqueda, no distingue los ojos de la hoguera, ni registra los pasos. De pronto permanece. Escucha un sonido lejano. La voz de una canción, tal vez. Ha encontrado un remanso. Atiende una propuesta por boca de Mark Strand, el poeta canadiense, aquel que escribiera la desbordante obra Sólo una canción. Y este remanso dice:


RENUNCIAS

RENUNCIO a mis ojos, que son huevos de vidrio.
Renuncio a mi lengua.
Renuncio a mi boca, que es el constante sueño de mi lengua.
Renuncio a mi cuello, que es la manga de mi voz.
Renuncio a mi voz, que es una manzana ardiendo.
Renuncio a mis pulmones, árboles que nunca han visto la luna.
Renuncio a mi olor, piedra lanzada a través de la lluvia.
Renuncio a mis manos, que son diez deseos.
Renuncio a mis brazos, que de todos modos querían dejarme.
Renuncio a mis piernas, amantes de una noche.
Renuncio a mis nalgas, que son lunas de la infancia.
Renuncio a mi pene, que alienta en voz baja a mis muslos.
Renuncio a mi ropa, murallas donde sopla el viento y renuncio al fantasma
que habita en ella.
Renuncio. Renuncio.
Y todo aquello te será negado porque estoy volviendo a empezar
nuevamente sin nada.


(Fotografías sobre una creación del artista norteamericano Bill Viola)

El vértigo de Burton


Esta sensación de vértigo que nos embarga, ¿está más cerca de la vida o de la muerte? Y entiéndaseme la pregunta en un sentido no literal, no circunscrito a la magnitud filosófica de los dos acontecimientos polares, sino a ese otro acontecer ordinario, a ese tránsito de las aparentes menudencias que se manifiestan y pugnan con y por la vida pero que se agotan retroactivamente en cada jornada que pasa. Esa impresión de ritmos vitales precipitados, de ansiedad desmesurada, de urgencias sinfín, de sucesión alocada de hechos, de desencadenamiento de factores, de precipitación calamitosa de quehaceres, de acumulación de compromisos, de resolución de problemas, de catalización de incidentes, de asunción de obligaciones, de amontonamiento de dudas, de vaciamiento de calma, de desbordamiento de incertidumbres, de soslayamiento de obstáculos, de agitaciones recurrentes, de azuzamiento de mensajes, de cascada de desafectos, de inquietudes vanas, de rupturas con la memoria, de exigencias huecas, de quiebra de las palabras sensatas, de actitudes robóticas, de desasosiegos inútiles, de ocupación de los espacios físicos, de feroces envites competitivos, de avasallamiento sobre los territorios personales, de
desbordamiento de los objetos por los objetos, de las interferencias del ruido vacuo, de desplazamientos de la aproximación, de acopio de ignorancias, esa particular percepción en parte soñada en parte intuida en parte sufrida que, aun comprobada individualmente es compartida por cuantos seres humanos se alzan cada amanecer en aras a proseguir la inercia, ¿significa vida de creación o significa vida de desgaste? No he querido en esta preguntar oponer a secas vida a muerte, porque los complementarios nunca se oponen sino que se alternan, se sopesan, se intercambian, se valoran, se estimulan y se reconstruyen, y además sería categorizar y robar protagonismo a esa polaridad indiscutible de la cual no se es ni se deja de ser, y por la cual, una vez manifestada, ni se vive ni se deja de hacerlo. Nada hay de nuevo bajo el sol, salvo la propia intensidad y las propias características de los tiempos. Ya el erudito inglés Robert Burton constataba en 1621 el desasosiego de su época:

“¿Qué es el mundo mismo? Un vasto caos, una confusión de modales, tan variable como el aire, un manicomio, una tropa turbulenta llena de impurezas, un mercado de espíritus vagantes, duendes, el teatro de la hipocresía, una tienda de picardía y adulación, un aposento de villanías, la escena de murmuraciones, la escuela del desvarío, la academia del vicio; una guerra donde, quieras o no, debes luchar y vencer o ser derrotado, en la que matas o te matan; en la que cada uno está por su propia cuenta, por sus fines privados, resiste en su propia custodia”


(Las pinturas que se acompañan son Metrópoli y Caín, del pintor expresionista alemán del siglo XX George Grosz)